miércoles, 20 de octubre de 2010

El lenguaje de la poesía

            ¿Qué inusitada metamorfosis experimenta el enunciado común del que todos los hablantes nos servimos y por cuyas seguras ramblas transitan, enjundiosas o triviales, las ideas?; ¿qué insospechada transfiguración experimenta, repito, el vocablo habitual, el manoseado término, cuando el poeta, prestándole su voz, impregnándolo de añoranza, pálpitos y latencias, lo deja caer –regalo musical de los hontanares del alma desprendido- sobre la exasperante mudez de la cuartilla?

            En efecto, basta que deslicemos la mirada sobre las estrofas de cualquiera de los cimeros líricos de lengua castellana cuyo numen sigue desafiando con probada fortuna el agravio de los años, para que reparemos en el hecho ostensible de que topamos allí con un discurso singular, insólito, discurso que acogiendo en su seno las locuciones usuales del idioma y ajustándose a las reglas gramaticales que lo rigen, muéstrase  capaz, sin embargo, de infundir plenitud y vida a la expresión asténica, de enriquecer con matizados colores y vibración cordial la prosodia cenicienta, de adjudicar un significado nuevo y sorprendente a la frase gastada, al concepto anodino.

            ¿Cuál es la explicación de parejo prodigio? ¿A qué secreta alquimia se encomienda el aedo para lograr que el plomo ingrato de la trivial palabra cotidiana se trasmute en el oro perenne y puro del vocablo glorioso? ¿A qué arte mágica acude el vate –domador de la expresión arisca- para insuflar inédito sentido misterioso a la voz de coloquial aspecto, de traza familiar y desgarbada índole?

            …Que, si de capciosas apariencias no me pago, nada acierta a concitar nuestro estupor en mayor medida que la mera constatación de que el texto poético antes que referir sugiere, y ese sugerir se explaya mediante el lúdico expediente de sumergir al lector por constante y reiterado modo en el océano de las palabras del poema…El poema aparece ante nuestros ojos como un universo autónomo de certidumbres y anticipaciones, de ontológicas y fecundas verdades enigmáticas que, allende la realidad que el lenguaje mienta y articula y torna inteligible, de sí mismo nos habla, a sí propio remite, condensación de una feliz irradiación del espíritu que, merced a la armonía y cadencia sonora del verso, al cegador rutilar de la imagen, al irresistible empuje valorativo y calificador del epíteto, en fin, gracias a una porfiada manera de decir que de sus propios ademanes se nutre, gracias a una forma soberana y espléndida, instaura una visión paradigmática que añade al mundo que hemos llamado real la irrefragable verdad gestada por ese otro mundo no menos fidedigno, indudable y auténtico, de la fantasía, el sueño y la ilusión.

            Por de contado, cuando el esfuerzo del poeta se ha saldado con el éxito, la criatura de lenguaje que su pluma engendró, si de algo dará testimonio es de que hemos transpuesto los linderos de la comunicación utilitaria (en la que inevitablemente la manera de decir se subordina al contenido de lo que se pretende enunciar, esto es, en donde por necesidad el cómo se somete al qué) para elevarnos de golpe en las alas del canto a un plano superior, el de la contemplación estética, en cuyos diáfanos dominios las cosas funcionan de muy distinto modo, pues allí todos los artificios gramaticales y retóricos contribuyen de consuno a poner de resalto no tanto lo expresado como cierta manera inconfundible, recalcitrante de expresar…, manera que nos enseña a contemplar con pupilas renovadas, limpias de prejuicios y ajenas a los automatismos convencionales del decir, aspectos de la realidad que creíamos conocer, pero que ahora, luego de la lectura del poema, se nos presentan con un porte otrora nunca apercibido, con un semblante juvenil, fresco, flamante, inmaculado.

            En las páginas que siguen me arriesgaré, con la osada imprudencia del lego, a profundizar y ampliar las ideas ut supra expuestas.

            No se me oculta, empero, que precisar la naturaleza y cualidades del lenguaje poético es empresa que, amén de compleja e incierta, ha sido consumada una y otra vez –no sin resultados auspiciosos- por un enjambre de especialistas en la materia, doctos opinantes en cuyo número constituiría omisión escandalosa no incluir a algunas de las mentes más lúcidas del Occidente contemporáneo.

            Si lo que acabo de aseverar no incurre en impropiedad, –como juzgo, en efecto, que es el caso-, faltaría al sentido común dar por sentado que las aventuradas cogitaciones que acerca de la poesía mi engreimiento se propone estampar puedan contribuir a esclarecer, por obra de enfoques sorprendentes, singulares hipótesis y planteamientos novedosos, facetas de la intrincada cuestión que nos ocupa que hayan escapado a la clarividencia de los teorizadores señeros a los que me refería en los renglones que anteceden.

            No es tanta la ingenuidad ni tan desmedida la suficiencia del autor de estas líneas, que no advierta que mis lucubraciones sobre el lenguaje de la poesía no sólo deambulan ayunas de originalidad sino que, para empeorar las cosas, lejos de ofrecerse con orden y concierto, cual demanda el escrutinio riguroso, han sido prodigadas en obvio desacato a cualquier criterio unificador, como no sea el que impone la afición personal y sus muy antojadizos devaneos.

            He aquí, sin embargo, que la falta de sistema en lo que toca al desarrollo del presente escolio obedece –creo- antes que a lo intrincado del asunto o a orfandad de conocimientos y escasa familiaridad con la doctrina literaria, (penurias estas últimas de las que a no dudarlo adolezco), al hecho de que nunca entró en mis expectativas llevar a término una acabada y erudita investigación acerca de las pautas retóricas que rigen el discurrir poético, y a que, partiendo de la vivencia del trovista que soy o he tratado de ser, me he visto incitado (en afortunado arranque de sensatez y toma de conciencia de las propias limitaciones) a transigir con la idea de desgranar a punto largo un modesto puñado de opiniones en torno a cómo la inspiración lírica hace reverdecer el habla cotidiana.

            Responden, a tenor de lo dicho, estas someras notas al anhelo…, o, mejor, a la imperiosa necesidad de reflexionar sobre mi propia experiencia de asiduo perpetrador de versos y, otrosí, -¡como no!-, de lector impenitente e insaciable de las obras maestras de la poesía universal. Y pues lo que motiva las divagaciones que en estas páginas se enraciman no es el afán didascálico ni la pretensión de acceder a un conocimiento exhaustivo, exacto, de objetiva y científica ralea, me he dispensado ciertas libertades analíticas que el académico protocolo jamás consentiría, entre ellas la de conceder licencia a las pulsiones afectivas para que afloren sin rubor en los entresijos del especulativo razonar; la de no sentirme obligado a fundamentar todas y cada una de mis afirmaciones y estéticos postulados; la de dejar que irrumpa la intuición en apodícticas sentencias de cuya iluminadora verdad me mostraré tan persuadido que ahorraré a cuantos se arrimen a estas disquisiciones el empeño laborioso de la demostración; la de saltar de una cuestión a otra del tema que nos concierne, sin perjuicio de volver en repetidas ocasiones sobre lo ya tratado, entregándome por entero a la corriente tranquila o arremolinada de la cavilación; y last but not least, la de esquivar, siempre que sea posible, vocablos de técnico jaez, aun cuando al proceder por este modo, perdiendo precisión, condescienda el discurso a las fórmulas un tanto incómodas de la vagarosidad y el más o menos… 

            Si ambicionara justificar la poco profesional actitud heurística que se desprende de las consideraciones recién expuestas, me circunscribiría a confesar que descreo de la posibilidad de descifrar los secretos de la poesía acudiendo tan sólo al expediente, no por fecundo y prestigioso menos restrictivo, de la demostración, el experimento y la prueba, régimen al que se acoge la teoría científica y el pensamiento lógico.

            Semejante declaración ¿no implica acaso un palmario reconocimiento de que milito en las filas de cuantos suscriben la tesis del irracionalismo? No lo entiendo así, y al respecto aspiro a que se me conceda el beneficio de la duda… La poesía nos enfronta a la belleza, a la definitiva y categórica belleza que la palabra alumbra. Pareja belleza, hija del misterio de la creación, cualquiera que sea el ángulo desde el que se la contemple, es admirable. Y lo admirable no puede sino cautivar abismándonos en el arrobamiento y el asombro. El rapto poético no solicita intérpretes; su nuda manifestación colma y satisface; es siempre plenitud, aquiescencia radiante, inagotable plétora de vida. La experiencia de leer un poema glorioso es de tal virtud e intensidad que a su favor el espíritu humano, abandonando por un instante las lóbregas catacumbas de la convención y la rutina, se eleva hacia una zona de indescriptible transparencia en donde pareciera que, cual música celestial, sólo el aleteo de los ángeles nos acuna. El sentimiento que la poesía suscita, cuando hondo y recio, copa por entero el alma y como que limpia el espíritu y lo torna leve y vaporoso. Es lo que acaece, por ejemplo, al recorrer con la mirada los versos del impoluto soneto de Gerardo Diego El ciprés de Silos. Traigámoslo a la profana incivilidad de estas cuartillas:

                        Enhiesto surtidor de sombra y sueño
                        Que acongojas el cielo con tu lanza.
                        Chorro que a las estrellas casi alcanza
                        Devanado a sí mismo en loco empeño.

                        Mástil de soledad, prodigio isleño;
                        Flecha de fe, saeta de esperanza.
                        Hoy llegó a ti, ribera del Arlanza,
                        Peregrina al azar, mi alma sin dueño.

                        Cuando te vi señero, dulce, firme,
                        Qué ansiedades sentí de diluirme
                        Y ascender como tú vuelto en cristales,

                        Como tú, negra torre de arduos filos,
                        Ejemplo de delirios verticales,
                        Mudo ciprés en el fervor de Silos.

            Se ha cumplido el milagro. Se ha detenido el tiempo del reloj, ese que nos arrastra con impiadosa saña en la trivialidad y rutina de la faena cotidiana hacia las fauces voraces del vacío. La lectura de las espléndidas estrofas de Gerardo Diego nos han alejado de repente de las nimias preocupaciones ordinarias a que estamos sujetos en el mundo común y corriente y henos aquí paladeando las mieles de un instante eterno, pues ha quedado suspenso el devenir, diluido el pasado en el olvido, puesta entre paréntesis la áptera realidad histórica que gobierna nuestra carnal presencia efímera; los transparentes versos de El ciprés de Silos nos han hecho trasponer la frontera que separa el territorio donde medra el cálculo egoísta y los intereses de utilitaria estofa, para asomar a un pensil encantado que rebosa de sentido, en el que el Ser se nos presenta sin máscaras, en su núbil, gozosa e impostergable actualidad. Hemos abandonado la esfera de las cosas banales en cuyo espacio un orden inferior, degradado y bastardo impone su dominio y durante un lapso cuya significación no se evalúa en minutos ni en horas ni en años, durante un período breve quizás medido con cronómetro, pero en donde todo lo inmarcesible y perdurable anida, hemos besado con casto paroxismo –presagio de una promesa de exultantes verdades- los labios de la diosa, los encendidos labios de la dicha espiritual y uránica.
           
            Sería ingenuidad de a libra suponer que el sacudimiento íntimo que depara la lectura del soneto transcrito, esa envolvente y férvida emoción a la que ninguna fibra de nuestro ser puede permanecer ajena, admita ser trasvasada a las abstractas nociones del razonamiento discursivo. El más pujante y perspicaz intelecto aplicado a desentrañar el enigma de la palabra poética, por mucho que nos favorezca con opima cosecha de observaciones atinadas, dejará siempre escabullirse lo esencial: la emoción estética que la creación provoca y la visión inefable de unidad, integración y coherencia con la que el símbolo poético alienta y gratifica.

            La aprehensión totalizadora de la existencia que el poema de altivo linaje artístico permite al lector –suerte de epifanía del sueño y la esperanza-, no consiente ser explicada acudiendo por modo exclusivo y excluyente al lenguaje declarativo o cognitivo. Porque si bien el poema ha sido forjado con signos verbales que sustituyen en el espíritu a seres y objetos de la realidad, su cometido no consiste en decir, esto es, en apuntar a lo que está más allá de las palabras, sino en ser. Aunque haga referencia a cosas familiares o extrañas del mundo –como no podía dejar de ocurrir habida cuenta de que el poeta emplea vocablos que la historia de la lengua ha cargado de significados variadísimos-, el poema, si en verdad lo es, no se contrae a enunciar ideas o a brindar información acerca de aquello que menciona, sino que, apelando a mecanismos retóricos ad hoc, logra el vate que esos vocablos adquieran nueva vida e impongan a las pupilas del íntimo sentir una colorida y fascinante aparición icónico conceptual, aparición que a sí misma se basta porque se nos propone como seductor epítome de cuanto de hermoso, elevado, digno y apetecible podamos añorar… Comprobemos si no son erradas estas conjeturas retornando al memorable soneto El ciprés de Silos del eminente bardo peninsular Gerardo Diego.

            Sobre el Pegaso indómito de la metáfora alza el vuelo la palabra del santanderino y entonces el ciprés común, árbol encontradizo en las campiñas europeas, deja de ser madera vulgar y follaje anodino para convertirse en criatura fervorosa que, si el poeta no nos la hubiera mostrado cual él la ve, jamás la habríamos descubierto; criatura mística que cual espigada plegaria vegetal da testimonio de un ancestral misterio de sagrada y apasionante estirpe. Sin perder entonces su condición de banal y público ciprés, el árbol al que el cantor alude se transfigura en la portentosa representación de un ideal sensible para cuya definición carece el más rollizo y fiable diccionario de voces apropiadas. Helo aquí, pues, transformado en “Enhiesto surtidor de sombra y sueño”, en “Mástil de soledad, prodigio isleño; flecha de fe, saeta de esperanza”, en “ejemplo de delirios verticales”… A través del humilde ciprés la naturaleza toda, aquejada de religioso deliquio de altura, de frenesí de pureza celeste, lanza hacia el cielo su lanceolada súplica como asciende eufórico el milagroso suspiro de agujas y de ojivas de una soberbia catedral de gótico abolengo…     

            Anhelo de una paz que en la tierra no existe; estupor de infinito, sonreída anticipación de la gracia divina, aspiración de incorruptibilidad, ansia de perfección y plenitud, esto y mucho más es lo que las deslumbradoras imágenes del soneto que nos ocupa trasuntan para quien sea capaz de avecindársele desde la perspectiva estética, reflexiva y sensible que su prístina presencia reclama; perspectiva que exige a su vez oído musical, ya que el sentido del poema no deriva tan sólo  de los significados de los vocablos y de las provocaciones de las metáforas sino también, en muy amplia medida, de la armonía de los endecasílabos con cuyo rítmico oleaje el alma se deleita.

            Empero, si de algo podemos estar ciertos, es que por más que me consagre a redactar un obeso tratado que ostente el propósito único de dilucidar lo que el sonetista quiso decir en las estrofas por cuyos alrededores estamos merodeando, nunca conseguiría  estampar una interpretación definitiva. Porque toda gran poesía es inagotable; porque el poema de fuste no sólo importa un significado de harto mayor alcance de lo que puede el habla corriente comunicar  sino que, además, suele la creación lírica encerrar “contenidos” que ni siquiera la conciencia del autor es capaz de advertir.

            Dicho más paladinamente, la paráfrasis de un poema digno de ser recordado por las generaciones futuras, raramente trasmite más que una parte –nunca la fundamental- de su significado; esto es así porque el poeta, respondiendo a estética propensión e incoercible vocación introspectiva, explora un dominio de la subjetividad al que no es posible acceder con las palabras del lenguaje habitual, aunque, de fijo,  los significados usuales de las palabras siguen existiendo y prestando su apoyo a las subyacentes corrientes de sentido con que nos encaran las metáforas y la musicalidad del verso. En la actitud estética asumida por el bardo al ordenar los vocablos atenido a la pauta interior de la visión intuitiva y al patrón externo de la métrica, en pareja estética postura, repito, la vivencia anima lo inteligible.

            Lo que el aedo persigue con su obra no es entonces la comunicación monda y lironda, en tanto que participación de ideas y opiniones; no aspira a que le comprendan sino a que compartan con él ciertos estupores y deslumbramientos en un plano distinto del común; aspira, en suma, a que el lector del poema descubra en las imágenes y ritmo y sui géneris articulación sintáctica no ya una propuesta metafísica –porque es vida la poesía y no lucubración filosófica-, pero sí la experiencia fundacional de lo trascendente.

            Cuando párrafos atrás exponía mi prevención a ser tildado de irracionalista, era justamente por insistir en que el discurso analítico de la inteligencia es como una red de pescar de agujeros demasiado anchos, una almadraba apta para retener los atunes voluminosos que denominamos géneros, clases y tipos, pero por donde escapan las escamosas criaturas chicas, irrepetibles y fascinantes de la vivencia emocional. Las normas idiomáticas, como asentara alguien cuyo nombre mi ingratitud olvida, dejan escapar entre sus mallas los sentimientos reales y la vida. El lenguaje de la poesía es más fiel cuando para hablar de la existencia y el cosmos recurre al canto, canto en el que siempre estará implícito, más allá de la puntual significación del poema, de su temática y semántica urdimbre, la elevación del prójimo a un plano de libertad y de belleza en donde todos estamos invitados a participar.

            De acuerdo. El abordaje teórico de la experiencia poética no podrá jamás presumir de contar con la llave que abre el arca en el que guarda el poema sus más valiosos tesoros. Pero no es plausible conducta privarnos de cavilar acerca de lo que nos cautiva. Para bien o para mal poseemos una mente razonadora. El privilegio del hombre –o su anatema- es la palabra; esa capacidad de articular pensamientos complejos mediante los símbolos del lenguaje. El Logos, el imponderable Logos que de Grecia heredamos, tal es nuestro estandarte altivo y nuestra penitencia. Somos una especie locuaz y ello nos distingue del resto de la fauna que ha tenido la desgracia de compartir este pródigo planeta con nosotros. Y porque hablamos y pensamos hemos anexado al territorio de la naturaleza un nuevo solar, el de la cultura. Ese ejido es el único nuestro, y en él se inscribe el arte de trovar. Ninguna cucaracha, ninguna hiena, ningún elefante ha compuesto canciones. Sólo el hombre es poeta. Y sólo el hombre debe encarar la grave cuestión de conferir sentido a su existencia… Meditar, hacer ciencia y teoría es parte de esa impostergable empresa humana, veneranda y dolorosa, cuyo propósito no es otro que el que fuera acuñado de insuperable modo dos mil quinientos años atrás en la máxima délfica: “Conócete a ti mismo”. De donde semejante empresa reflexiva, lejos de plantearse como menester frívolo, vicario y meramente circunstancial, se nos aparece con talante en extremo imperioso y adusto. No es admisible crear arte, sentir la belleza, entregarnos en los dulces brazos de la poesía y prohibirnos razonar sobre experiencia tan noble y tan fecunda. De hecho, ni el más empírico de los aedos ni el lector de poemas menos propenso a las generalizaciones especulativas, es capaz de omitir la reflexión en torno a la belleza, porque tarde o temprano se verá constreñido a comunicar sus opiniones sobre el tema que tanto le apasiona; y cuando lo haga estará, de una forma u otra, legitimando la necesidad de la teoría, es decir, la necesidad de una indagación meticulosa en materia de expresión lírica, que afine las herramientas conceptuales de modo que, cuando hablemos de la creación, lo hagamos no a tontas y a locas, ni de prestado, combinando términos imprecisos de manera superficial, sino con fundamento, método y hondura.

            Ahora bien, el que haya tenido la perseverancia de acompañarme por los meandros de la precedente divagación, podría negar autoridad para ensayar el riguroso ejercicio de la exégesis a quien a sí mismo se califica de poeta, como es el caso del autor de este infractor escrito. ¿Valido de qué prerrogativas usurpa un hacedor de versos la nada lírica función que corresponde al oficiante de la sesuda crítica? ¿Qué deferencia cabe tributar a las ideas que acerca de la poesía amonedara quien no tiene empacho en declararse simple cantor y no escudriñador circunspecto de los enigmas que la musa plantea?... Si damos crédito a Platón en el diálogo en que asegura que los poetas hablan mucho y dicen hermosas cosas, pero sin comprender nada de cuanto dicen, ¿qué nos puede inducir a prestarles atención cuando, en vez de limitarse a entonar el luminoso canto, como de ellos se espera, descienden, sin contar con la adecuada preparación y experiencia, al prosaico suelo de la ceñuda reflexión y la geométrica aridez de la teoría?

            De pareja objeción me defenderé rescatando de inmerecido olvido el lúcido razonamiento de Baudelaire, quien, acerca del punto que nos concierne escribía: “Sería verdaderamente algo nuevo en la historia del arte que un crítico se convirtiera en poeta; ello entrañaría la revocación de todas las leyes psicológicas; entrañaría una monstruosidad. Por el contrario, todo gran poeta se convierte naturalmente y de un modo inevitable en crítico. Compadezco a los poetas que se guían por el solo instinto; los considero incompletos. En la vida espiritual de los grandes poetas surge siempre infaliblemente una crisis en la cual, por razones ajenas a su arte, desean descubrir las oscuras leyes por las que han llegado a producir una obra de arte y llegan así, después de tal examen,  a establecer una serie de preceptos cuyo fin divino es lograr la infalibilidad de la producción poética. Sería en verdad un prodigio el que un crítico se convirtiera en poeta, así como es imposible que un poeta no contenga dentro de sí a un crítico.”.

            Desde el crítico que, si damos por bueno el dictamen de Baudelaire, todo poeta contiene dentro de sí, es que he condescendido a abordar en estas páginas, encomendado a los prestigios del intelecto discursivo, algunos intrincados asuntos que conciernen al lenguaje poético.

            Acaso no sea el menos espinoso de ellos dilucidar el modo cómo el poema participa de la razón. Pues no admite discusión que la poesía, a su manera, ofrece un cierto tipo de conocimiento al que la lee. Y decir conocimiento es decir vida intelectual. La poesía, aunque a las primeras de cambio parezca paradójico, es intelectual por esencia; importa en la esfera de la comprensión humana una suerte de ampliación y agudización del órgano racional. De modo que si logramos desembarazarnos de los prejuicios cientificistas en boga, habremos de reconocer la emersión de un saber poético que aunque en nada se asemeja al que nos tienen acostumbrados las ciencias positivas y teóricas, testimonia un conocimiento genuino, importante, real, obtenido en virtud de lo que no sería descabellado llamar intuición creadora.

            Se sobreentiende, claro está, que tal saber no consiste en determinar la estructura y comportamiento de la materia ni en descubrir las leyes a que obedecen los fenómenos de la naturaleza. Empero, argüiría cortedad de miras no advertir que por caminos diferentes al de la ciencia, la poesía permite acceder a sus devotos –a través de la emoción y de la connaturalización- a una comprensión válida y profunda de la existencia y de las relaciones del ser humano con lo que le rodea. En resolución, el lenguaje poético comporta una particular sabiduría del sentimiento; razón por la cual no sólo nos procura gozo su belleza sino que, al trasladarnos a las áureas latitudes de la efusión estética, los símbolos que el poema despliega, no obstante permanezca sin explicitar su contenido, consiguen conmovernos. Pues –en esta precisa cuestión toda insistencia será poca- en el poema de radiante factura el placer estético dimana de la sensibilidad que el intelecto ilumina tanto como del talante intelectual que la sensibilidad manifiesta. El lenguaje poético remite a las infinitas formas que adopta la felicidad; formas que no se sujetan a las reglas y códigos del discurso común. La poiesis  es creación de una realidad viva y perdurable que emana de la imaginación. No es otra la causa de que el conocimiento preñado de emoción que el poema obsequia se revele fruto de la ejemplaridad de una significación contemplada y no producto de vida experimentada en el terreno de la necesidad histórica y física. En el poema la inteligencia se consagra a perseguir su propio deleite; entregada a la libertad de su virtud espiritual, la razón aspira a engendrar en la belleza. La facultad intelectiva no responde entonces aquí al anhelo de satisfacer una necesidad específica de la vida material; hemos cruzado el umbral de las convenciones mundanas al uso y exploramos ahora una región que está más allá  de la esfera de lo útil. Porque el conocimiento con el que el temple intelectual de la poesía nos recompensa no es –como ya quedara registrado- el que procede de la gimnasia conceptual, discursiva y lógica, sino el que mana de la recoleta y nocturna fuente, próxima al centro del alma, de la razón intuitiva y creadora.

            No se me oculta, sin embargo, que es tarea harto más cómoda y descansada externar algunas lapidarias afirmaciones en torno al saber –supuesto o real- con el que la poesía gratifica a sus adeptos, que revelar la presencia de tan sui géneris conocimiento en un poema de superior categoría.

            Esa es la tarea que, con la insolvencia intelectual que me caracteriza, me abocaré de inmediato a perpetrar:

            El poema de diamantina concisión intitulado El haitiano, escrito hace ya luengas décadas por Domingo Moreno Jimenes, se presta por modo inmejorable al propósito que me anima. Dice así:

                        Este haitiano que todos los días
                        hace lumbre en mi cuarto
                        y me llena las fosas nasales de humo;
                        este haitiano
                        que no puede prescindir de la cuaba,
                        y prefiere tabaco del fuerte
                        y aguardiente del malo,
                        es bueno a su modo,
                        y a su modo rico,
                        y a su modo pobre.

                        ¡Benditos los seres que maltrata el hombre!
                        ¡Bienaventuradas las cosas humildes
                        que se yerguen siempre sobre el polvo frío de todas las cosas!

Sólo un temperamento refractario a la caricia de la armonía verbal y al poder evocador del trazo descriptivo se rehusaría a reconocer las bondades del poema transcrito. Basta para disfrutarlo poseer una sensibilidad que no acuse desapego ante las solicitaciones de la belleza. El lector que anda en tratos con la vera poesía y sabe, por consiguiente, separar el grano de la paja en la cosecha lírica de un autor, se verá compelido a admitir que los versos de Moreno Jimenes que acabo de trasladar a estas cuartillas dan fe de que hemos topado con un numen poético de encumbrado linaje. En dicho texto, como queda de entrada explicitado en el título, se nos habla del haitiano. Hemos de tener por cosa averiguada –los medios de comunicación lo remachan a diario- que el tema de la relación con nuestros vecinos de Haití se presenta hoy por hoy, como ocurría en ciertas épocas pasadas, con viso de acalorada controversia. Y aunque no me incluyo en ese número, no escasean los dominicanos que tienden a achacar al inmigrante del occidente de la antigua Española buena cuota de las dificultades y tribulaciones que nosotros, los hijos de la patria de Duarte, padecemos.

Es notorio que la opinión que el padre del postumismo arbola en el poema antes vertido, está en los antípodas de la que sostienen cuantos atribuyen a la presencia haitiana nuestras calamidades y desventuras. La simpatía que el poeta manifiesta por el hombre haitiano es innegable. Empero, no será ese afecto obstáculo insalvable que a un aficionado a la poesía que haya limado en la frecuentación de los señeros líricos de la lengua castellana las asperezas de su sensibilidad, impida admirar los primores de la modélica composición poética traída a colación, y ello a pesar de que, en el plano de la realidad social y política, se empecine dicho hipotético lector en mantener una postura de fervoroso anti-haitianismo.

Que no se compartan las ideas del vate, que incluso puedan repugnar y que, no obstante, sucumbamos al sortilegio de su creación, es acontecimiento para nada infrecuente en el campo de la contemplación estética, que halla su explicación en el hecho de que el poema, cuando es leído correctamente, o sea, como obra bella de tesitura imaginaria, nos transporta a un territorio encantado de júbilo y libertad en donde los vocablos que el aedo emplea, sin perder el significado primario que poseen en el lenguaje coloquial, adquieren sentido diferente, se colman  de espesor espiritual y densidad ontológica y se muestran de súbito a nuestra percepción en tanto que presencias cuasi tangibles de fascinante aspecto, no como trilladas palabras cuyo predecible significado el diccionario clasifica y registra. En los parajes de ficción del poema reina la libertad. En el terreno de lo real nunca es libre el hombre. En el régimen de la vida ordinaria, el individuo, absorbido por las preocupaciones que provienen del mundo exterior y por los requerimientos inaplazables de las instancias psíquica y biológica, no está en capacidad de adoptar la conducta literaria adecuada, la única que posibilita la apreciación de las maravillas a que el poema le convida. La poesía trasmuta todas las ideas y expresiones en algo distinto, las transfigura en canto. Consentir que el canto le estremezca es señal inequívoca de que el lector ha efectuado con éxito una doble epojé o suspensión del juicio. La primera epojé consiste en dejar atrás, en un borroso último plano, el mundo uncido a intereses de pragmática catadura, para acceder con lúdico regocijo al orbe imaginario que la fantasía del autor gestara; la segunda epojé, no menos significativa y fundamental que la anterior, es la que atañe a la expresión: puesto entre paréntesis su sólito cariz referencial, consigue ahora el poema conmover no porque traduzca en palabras sentimientos y nociones con los que podemos reflexiva o instintivamente identificarnos,  sino porque ha logrado el poeta, en virtud de estética alquimia, hacer que el sentimiento se convierta en exquisito e impactante objeto verbal que ya no se contrae a hablar de las cosas sino que es a un tiempo mismo las cosas de que habla.

 De modo que aunque el bardo externe lo que en buena lógica deberían ser considerados disparates y absurdos,  aunque prodigue afirmaciones que en modo alguno  pasaría por nuestras mientes suscribir, si nos hemos visto conminados por mor de la belleza a abrir de par en par las puertas del alma a su voz, carece de peso y entidad la circunstancia de que nuestras convicciones sean de muy contrapuesta especie a las amonedadas en las estrofas ante cuyo esplendor capitulamos; que en el universo misterioso al que el poema nos conduce, lo único que interesa es la fascinación que ejerce sobre la conciencia y la sensibilidad la imagen coherente, singular, plena de sentido en que se ha transformado un trozo de existencia, un retazo de vida…

Sintamos lo que sintamos acerca del pueblo haitiano, lo cierto es que, desde la perspectiva estética que reclama su lectura, imposible no convenir que el poema que nos ocupa se exorna con prendas líricas y humanas de la más envidiable magnitud. Veamos de mostrar –ojalá me sean los astros propicios- unas pocas de las populosas virtudes de la mentada pieza poética.

Acaso lo que de partida impresiona al lector de El haitiano es la aparente ausencia de desplante retórico. Henos aquí frente a un decir llano, terso, que por no complacerse en rebuscamientos metafóricos efectistas ni en ardua prestidigitación sintáctica, se desenvuelve, prima facie no lejos del registro lingüístico coloquial. Estamos a muchas leguas de distancia tanto del enunciado erudito y del discurso hermético como de la lúdica exuberancia tropológica de culterana estirpe.

Pareja sensación de naturalidad elocutiva, que el hecho de inclinarse el texto a abocetar una suerte de estampa costumbrista de viso pintoresco confirma y acentúa, es, sin embargo, engañosa. La apariencia de simplicidad justamente eso es, mera apariencia. Porque lo que en verdad hallamos en dicho poema no es la elemental concreción de una imagen campestre cuyo contenido ingenuo conquista nuestra adhesión, pero que se agota en un decorativismo horro de profundidad y trascendencia. No. El arte de Moreno Jimenes podrá adolecer de cualquier vicio, salvo de los achaques de una dicción rudimentaria. Por poco que examine el asunto, no tardará el lector en percatarse que la sugestiva sencillez de popular filiación con la que le cautiva la escena que el poeta describe es efecto de cálculo, de acertada selección de los vocablos, de sabia disposición de las secuencias narrativas y, en último término mas no por ello menos importante, de la armoniosa y flexible cadencia con la que el verso embriaga.

Así, por lo que hace al léxico, aun cuando sería empresa condenada al fracaso rastrear términos cuya rareza intrigue, no escapará a una mirada escrupulosa que el autor ha logrado combinar, sin que al oído choque y sin que sufra menoscabo la impresión de lámina de género que de la descripción aflora, voces de las más frecuentes y populares con otras que, sin ser inusitadas, pertenecen a un registro culto. De modo que sobados sustantivos como humo, días, cuarto, polvo, cosas, y no menos socorridos adjetivos del tenor de bueno, rico, pobre, benditos, frío, se entreveran en las estrofas que estamos escoliando con verbos que difícilmente asomarían a los labios del vulgo, verbigracia, extinguirse y prescindir, y con locuciones de extracción bíblico literaria y científica, como es el caso de bienaventurados y fosas nasales.

Derívase de lo expuesto que por más que el contenido del aludido poema, al centrarse en la figura del haitiano, ilustra con vívido realismo las precariedades del medio rural de su protagonista, semejante pintura es fruto de un perspicaz manejo artístico del lenguaje que nada tiene que ver con la utilización de modismos y de voces de pueblerino origen. No estamos ante un rimador inculto sino en presencia de un poeta letrado, de sensibilidad depurada y con pleno dominio de su instrumento verbal, al que un ardiente amor por el hombre despreciado y humilde ha incitado a escoger, como argumento de su lírica empresa, la situación del inmigrante haitiano. Todo en la composición de marras delata el refinamiento literario de su autor; y más aún que los aciertos lexicales antes señalados, da constancia del supremo arte poético de Moreno Jimenes, la habilísima forma cómo coloca, en secuencia emocional de ascendente intensidad, lo que cuenta y describe, hasta alcanzar en el verso postrero el formidable clímax. Tan clarividente cuanto eficaz articulación en crescendo de los distintos cuadros y episodios del poema no es obra del inocente azar ni mucho menos saldo de una improvisación afortunada… Comprobémoslo:

El conocimiento personal y directo que del haitiano tiene el bardo postumista es vivencia que, en alas de lírica intuición, nos hace recorrer un camino que va de lo superficial a lo profundo, de lo exterior a lo íntimo, de lo efímero a lo permanente, de lo particular a lo universal. Desplegando musical y dúctil polimetría, en que se combinan con notable soltura decasílabos, heptasílabos, tetrasílabos y endecasílabos, comienza el poema ofreciéndonos una veraz imagen del haitiano, que surge de la observación precisa, certera de los hábitos que le caracterizan:

            Este haitiano que todos los días
            hace lumbre en mi cuarto
            y me llena las fosas nasales de humo;
            este haitiano
            que no puede prescindir de la cuaba,
            y prefiere tabaco del fuerte
            y aguardiente del malo,

Cuaba, humo, aguardiente malo, tabaco fuerte…Ya está magistralmente retratado el haitiano; definido en virtud de un reducido número de vigorosas pinceladas que traen al espíritu del lector, merced a la infalible selección de los elementos del escenario descrito, un inconfundible ambiente rural lleno de vida y colorido. Así, pues, la primera etapa del ascenso lírico a que el poema nos llama, implica la atmósfera y circunstancia material en la que desenvuelve su existencia el anónimo personaje de la composición,  ambiente en el que nos coloca el poeta mediante evocativa reviviscencia materializadora. Contribuye, además, a conferir a dicho cuadro solidez de suceso presente, inmediato, verosímil, la eficaz estrategia retórica de abrir el discurso poético con el pronombre demostrativo “este” y reiterarlo a seguidas anafóricamente, estrategia con la que logra el bardo que el sujeto de que nos habla cobre singularidad, deje de ser un ente abstracto, la idea general de un haitiano cualquiera sin rostro definido, para transfigurarse en un ser humano de insoslayable individualidad, de realidad irrecusable y corpórea; nos hallamos no ante un inmigrante del país vecino de facciones vagas e indeterminados atributos, sino ante “este haitiano”, es decir, el que en el preciso instante de la lectura el poeta contempla, y a través de su mirada, que la emoción estética ha convertido en canto, podemos nosotros de igual modo contemplar. Gracias a la destreza que infunde plástica consistencia al recuerdo que guarda la memoria, y al aludido recurso de introducir el pronombre demostrativo con el propósito de presentar lo narrado como si justo en ese instante sucediera, la sensación de cercanía a la que el lector no puede sustraerse, o mejor, la sensación de ser un intruso, de estar encerrado en esa mísera estancia escuchando el chisporrotear de la lumbre, de haber irrumpido con la complicidad del poeta en un acontecer íntimo, ajeno y privado, no podía ser más nítida e intensa.

 ¿Y después?... Desde la dimensión física, terrenal en la que el aedo se ha situado para ofrecernos una primera e imborrable efigie del haitiano, ascendemos en los tres exámetros siguientes otro peldaño más:

            es bueno a su modo,
y a su modo rico,
            y a su modo pobre.

Con estos versos hemos dejado atrás la tierra firme de los sentidos para saltar al reino del espíritu; de lo que ahora se trata es de fijar los rasgos del carácter de ese hombre al que el mundo menosprecia y zahiere. Con segura intuición, acudiendo nueva vez al mecanismo reforzador de la anáfora, a la que ahora se añade también la anadiplosis, el poeta proclama, haciendo gala de enfático gesto sentencioso, que el haitiano que su vis lírica pone ante nuestros ojos es “a su modo” bueno, rico y pobre… La tres veces reiterada expresión “a su modo” es la clave semántica que, deshaciendo la contradicción lógica en que se incurre cuando de algo se afirma dos opuestos e inconciliables atributos, permite una comprensión de harto mayor alcance que se asienta en la necesidad de aceptar el principio de la relatividad de los valores en la esfera fáctica e histórica. Semejante planteo que, si no me equivoco, se desprende de lo enunciado en los citados versos, importa una actitud que, sobre renunciar a las tajantes contraposiciones en que se complace el disertar frío y sin alma de la razón, postula tolerancia y respeto para las verdades hondas y soterradas, que el discurrir del pensamiento por sí solo, huérfano de luz porque carente de amor, no acertará nunca a asimilar.

El haitiano es “bueno a su modo”, lo que significa que podría ser conceptuada mala o inapropiada su conducta por quien se muestre incapaz de penetrar hasta el fondo de la modalidad ontológica que a su existencia temporal y espacialmente condicionada corresponde. Y, otrosí, admite ser calificado de rico y pobre porque -es lo que de semejante antagonismo se infiere-, únese a su indudable penuria económica, la disposición natural a aceptar con filosófica entereza dicha condición y a arrancar al minuto que fuga su menuda pero invaluable cuota de ufanía.

Es entonces cuando, dejando atrás los parajes de la etopeya, se eleva el poema a la más excelsa cima de espiritualidad. En los tres versos finales adopta el enunciado entonación profética, majestuosa andadura y exaltación solemne. Oigamos:

            ¡Benditos los seres que maltrata el hombre!
            ¡Bienaventuradas las cosas humildes
            que se yerguen siempre sobre el polvo frío de todas las cosas!

El haitiano ha desaparecido. Se ha transformado en epítome emblemático de la superior virtud de lo común e ínfimo. Todo aquello que la ceguera humana abarata y repudia es lo único que, a la postre, perdura. La poderosa corriente de la emoción lírica, desbordando los límites de la más sugerente descripción, apela al modo exclamativo, expediente retórico mediante el cual el transparente mensaje de corte evangélico consigue plasmar con las palabras más corrientes del idioma su amoroso reclamo. Hazaña portentosa. Desde lo específico y ordinario logró Moreno Jimenes  elevarnos a la cumbre de lo que es válido para todos y para siempre…

  Conviene en este punto hacer un alto en el camino para traer a la memoria el motivo que me indujera a comentar, con minuciosidad  acaso prescindible, el poema luminoso y profundo titulado El haitiano. Ese motivo era ilustrar, con el auxilio de sus versos, la opinión aventurada en páginas anteriores de que el numen lírico gratifica siempre al lector con un conocimiento del mundo y de la vida al que no es posible acceder mediante el raciocinio. Intentemos verificarlo:

¿Qué sabiduría no transvasable a fórmulas lógicas y esquemas conceptuales alientan los versos de Moreno Jimenes  cuyo escrutinio tuve la laboriosa vanidad de emprender? Me asalta la tozuda sospecha de que tal saber empapa y penetra nuestra sensibilidad e inteligencia como secuela del logro estético del bardo. Es fruto no ya de lo que el poeta dice, sino de su admirable y sui generis manera de decir. Apenas es percibida, la belleza de la expresión poética, haciendo que el lector dé las espaldas al mundo angosto y previsible de la realidad ordinaria, coloca las cosas bajo un nuevo firmamento transparente, el de la imaginación. Allí, en el arrobamiento de la contemplación  de la vivencia inédita que ha emergido a la superficie del lenguaje, nos embarga el sentimiento de plenitud que toda perfección entraña, y es entonces cuando las experiencias más triviales cobran de súbito un significado provocador e insólito que nunca antes hubiéramos creído pudieran expresar las humilde y encontradizas voces  del coloquial romance castellano.

Mas, para que el prodigio se cumpla, para que la portentosa transmutación espiritual se produzca, es imperioso que ni por un instante nos apartemos del poema en cuanto totalidad de forma y contenido, en cuanto obra auto-referencial que de puro mostrarse refractaria a toda suerte de paráfrasis, pierde su espesor semántico y arrebatadora gracia desde que cometemos el desafuero de pretender exponer su sentido sirviéndonos de palabras y construcciones distintas  a las que aparecen en la criatura verbal que el poeta ideara, simbólica criatura por principio esquiva –recalquémoslo- a cualquier tipo de acotación, resumen o reseña.

De modo que aunque no me halle incurso en inexactitud al declarar que el poema de Domingo Moreno Jimenes al que hice víctima de escolio culpable beneficia al lector sensible a los halagos del esplendor lingüístico con una depurada y más rica visión del amor nazareno, con una urgente y actualizada comprensión de la importancia de lo débil y parvo e irrisorio, con una agudización de la facultad de descubrir la perdurable esencia que subyace en lo trivial y pasajero, aun cuando –discúlpeseme la insistencia- no me luzca controvertible el dictamen que acabo de estampar, es el caso que, con el fin de corroborar esa remozada percepción de las cosas con la que la intuición del bardo nos ilumina, no queda más opción que la de sumergirnos una y otra vez en las aguas abismales de su poema.

Porque, no me cansaré de repetirlo, el símbolo poético es intraducible a otras formas elocutivas. La belleza del poema, de la que extrae su aire de frescura el significado de la palabra común, no es interpretable, sino directamente aprehendido por la inteligencia y el sentimiento; el poema, antes que signo que refiere a los objetos y seres del mundo que los sentidos captan, es testimonio de que una radiante experiencia ha acontecido, de que se han dado todas las intensidades de la vida sin el existir real. En la actitud estética, -la única satisfactoria en punto a abordar la creación lírica-, la vivencia anima lo inteligible; y tal es la razón de que lo que creíamos deslucido y gastado de puro conocido, adquiera de repente por obra de la alquimia metamórfica del bardo insospechado visaje misterioso.

Tengo por enteramente digno de fe que es también esa la razón de que los poetas –infatigables exploradores de lo bello- solapen el sentido inteligible o familiar de los vocablos en un lenguaje pletórico de metáforas donde la denotación se difumina arropada por la sonoridad de la frase y un peculiar ordenamiento de los miembros de la cláusula. Como bien señala cierto acucioso pensador de cuyo nombre se ha desentendido mi inurbana memoria,  “El lenguaje racional no está hecho para expresar lo singular, puesto que está cargado de connotaciones sociales y utilitarias, de asociaciones ya hechas, de suerte que, estando agotado en su significación, es inevitable que se vea invadido por la insipidez resultante de la costumbre.”

Sin embargo, sería un error de a folio suponer que metáforas e imágenes son necesariamente el fundamento indispensable del lenguaje poético. Para empezar, en el cuerpo del poema la imagen nunca es procesada por los sentidos sino por la inteligencia. Me explico: es incorrecta la creencia de que la lectura del poema despierta visiones concretas, representaciones de plástica urdimbre sensorial y que en pareja procesión de imágenes estribaría la particularidad expresiva de la poiesis. Es contraria a la verdad dicha conjetura porque importaría un torbellino de imágenes cambiantes, una veloz sucesión de cuadros y figuras, enteramente imposible de registrar. Empero, lo que sí nos parece de muy difícil recusación es que el lenguaje al que el autor se arrima en su inspirado canto, siempre luce capaz de proponer a la inteligencia un nítido esquema ideal, cuyo modo de ser ofrece la singularidad de abrirse a formas de representación que surgen acompañadas de una vaga percepción sensible.

En todo caso, lo que no admite discusión es que la presencia o predominio de la imagen no convierte automáticamente el texto en poesía. Para corroborarlo, bástenos fijar nuestra atención en la estrofa de las Rimas de Bécquer que reza así:

                        Del salón en el ángulo oscuro,
                        de su dueño tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo
                                   veíase el arpa

            Hasta para el lector menos perspicaz resultará evidente que lo que vuelve poética la estrofa transcrita no es la imagen melancólica del arpa que reposa, abandonada, en un salón sombrío, habida cuenta de que los sentimientos compasivos que semejante descripción suscita no son de por sí poéticos. Lo que muta en poéticas las veinte palabras de que se ha valido el más exquisito lírico romántico peninsular es otra particularidad: el ordenamiento dado a las ideas, la exaltación del valor cualitativo y evocador de ciertos términos por su acertada colocación a final de frase, y la marcada andadura del decasílabo con su insinuante y rotunda acentuación a intervalos regulares en las sílabas tres, seis y nueve.

            No es tarea fragosa demostrar la exactitud de lo explanado ut supra. Veamos de evidenciarlo acudiendo al elemental expediente de la permutación. Consiéntaseme llevar a cabo el impiadoso experimento de profanar la estrofa de pie quebrado de Bécquer, reestructurándola por modo tal que, sin agregar a la misma ni suprimir de ella un solo vocablo de los que empleara el romántico vate español, esto es, circunscribiéndome tan sólo a alterar el orden sintagmático, obtengamos el enunciado que a seguidas propongo a la consideración de cuantos hasta las estribaciones de esta laboriosa cogitación han tenido la perseverancia de seguirme:

                        El arpa, olvidada tal vez de su dueño,
                        se veía en el ángulo oscuro del salón,
                        silenciosa y cubierta de polvo.

            ¿Qué ha sucedido? En lo que atañe a la escena descrita y a las ideas expresadas, la versión que vengo de ofrecer no traiciona el mensaje que la rima becqueriana comunica. En el plano referencial o denotativo, nada ha variado. Y he aquí, sin embargo, que ha cambiado todo, al extremo  de que se ha evaporado la poesía, se ha desvanecido la contagiosa musicalidad del verso y la impronta estilística de refinada y brumosa nostalgia del autor es ahora irreconocible. La traslación textual que me he tomado la libertad de llevar a efecto, pese a que mantiene incólume la elaborada imagen creada por el poeta (no en balde las palabras de mi glosa son sus mismas palabras), ha tenido por secuela que el numen alado y etéreo y la vaporosa prosodia del celebrado aedo sevillano sin remedio se esfumen. La fórmula elocutiva del poeta, que en su sencillo candor tocaba a las puertas del alma con el digno ademán de la más alta y genuina belleza, se ha transformado por obra de conjuro maléfico en correcto pero neutro discurso de prosaico tenor.

            De donde se desprende que la imagen no es necesariamente el rasgo privativo del lenguaje poético.

            En el caso que nos ocupa, la belleza dimana de otra fuente. Para principiar, el uso de pronunciados hipérbatos, sofisticada figura de construcción de inocultable perfil literario, sitúa el discurso en un espacio de esmerada elegancia artística que, en eficaz y calculado contraste con el talante familiar del asunto tratado, invita al lector a adoptar una actitud de estético desprendimiento contemplativo, en la medida en que semejante artificio retórico –al que es ajena la índole conceptual y utilitaria de la razón- pone de resalto la vertiente material, sonora y sugestiva de las palabras. Pues va de suyo que en el acto de habla de coloquial estofa nunca diríamos “Del salón en el ángulo oscuro”, sino “en el ángulo oscuro del salón”; como tampoco nos pasaría por las mientes articular los miembros de la frase de modo que el resultado sea la inusual expresión “de su dueño tal vez olvidada”, en lugar de la nada rebuscada construcción “tal vez olvidada de su dueño.”

            A pareja estrategia sintáctica es imperativo adunar el grado en que se intensifica y enriquece el poder evocador y emotivamente estimulante del enunciado, por el sólo hecho de acogerse el bardo al efugio retórico de disponer al final de cada uno de los cuatro versos de la estrofa adjetivos y sustantivos cuyo decisivo valor semántico da el tono a la melancólica descripción, subrayando la impresión de ausencia, desamparo y abandono. Así tenemos que las voces que rematan los versos señalados son, en orden de aparición, “oscuro”, “olvidada”, “polvo” y “arpa”. ¿Casualidad?..., ¡ni por pienso! La oscuridad, el olvido y el polvo, términos que remiten a un dominio de ominosas connotaciones de desvalimiento y orfandad, a consecuencia de su posición conclusiva en la frase, adquieren un enorme relieve expresivo y una no menos irresistible fuerza alusiva e insinuante, a falta de lo cual la atmósfera de marchitamiento, el aroma a languidez y decadencia que la romántica pluma de Bécquer pretende conjurar, perdería en gran parte su persuasivo y poético aliento.

            Copia de observaciones podría allegar a las ya externadas, con miras a patentizar cómo, en el ejemplo de la cuarteta becqueriana que atrajo nuestra atención, la cualidad poética es en buena medida atribuible al orden en que han sido distribuidas las palabras para que la idea se vigorice y reluzca dentro del atractivo marco de la hipotiposis… Por tanto, no es ciertamente obra de la casualidad que el arpa –protagonista mayor de la historia que se nos narra y con función de sujeto de la oración- no aparezca al comienzo de la frase, como la norma del castellano exige sino, contradiciendo con ostensible heterodoxia la costumbre del hablante, surja sólo al final de la cláusula. Tan flagrante inversión en la distribución de las unidades lingüísticas no obedece a otro propósito que el de hacer énfasis en el valor de los vocablos con independencia de lo que puedan significar; no responde a otro interés que el expresivo y estético que consiste en lograr que el destinatario del poema ingrese a un reino encantado donde las gastadas “palabras de la tribu”, para deleite del espíritu y tonificante estupor del intelecto, rejuvenezcan sorpresiva y repentinamente.

            Por lo demás, al efecto de poner en sordina la función meramente referencial de los signos del habla y de subrayar su carácter de “seres concretos” propuestos a nuestra admirativa contemplación, efecto al que hemos hecho alusión en las líneas que anteceden, el acentuado hipérbaton, es decir, el colocar el sujeto de tales versos –el arpa- justo al cierre de la estrofa, precedido del único verbo de la misma, “veíase”, denuncia la intención inequívoca de producir una gradual intensificación de la tensión emocional, un crescendo dramático, ya que nuestra ansiedad por descubrir qué es aquello que ha sido olvidado va en aumento, para sólo encontrar alivio en el climax del verso postrero, cuando por fin nos enteramos de que lo que el polvo de la incuria cubría era un arpa.

            Llegado a estos suburbios de la disquisición, me asalta la perturbadora sospecha de que al insistir, sirviéndome del ejemplo de la rima de Bécquer en que la imagen –en particular la metáfora- no es requisito sine qua non para que aflore la poesía, acaso haya dado pábulo a que se extraiga la errada conclusión de que la …,¿cómo llamarla?..., digamos la iconicidad verbal es en la poesía elemento adventicio o estéticamente irrelevante.

               Todo poema que se respete, se apegue o no a la traslación de sentido de una imagen significada a otra imaginada en un plano diferente, esto es, emplee o no la metáfora, todo poema que se respete, insisto, en virtud del hecho de no plegarse al principio de la transitividad directa propia del lenguaje conceptual y discursivo de la razón, se planta ante nuestra mirada con carácter autónomo y centrípeto despliegue simbólico. Lo que, en buen romance paladino, significa que el poema importa siempre una estrategia concebida para inducir al lector a reparar en la compacidad de nítidos o vagos perfiles de la palabra, y a tomar apunte de las ideas, objetos y cosas mencionados sólo en la medida en que tales ideas y denotaciones devuelven una y otra vez al lector a la sonoridad, potencial evocador y pálpito sensible de los vocablos.

            Fruto de esa nada inocente estrategia elocutiva es la cualidad poética por antonomasia a la que, a falta de alias más apropiado, me complazco en bautizar con la gravosa denominación de iconicidad; o, dicho con otras palabras, la singular tendencia del lenguaje poético a dar origen a una aparición distinguible de los significados que encierra, a constituirse en objetivada presencia de aquello que menciona.

            Ensayemos derramar algo más de luz sobre cuestión de tan cardinal envergadura:

            No es icónico el texto poético porque a su autor se le haya metido entre ceja y ceja llevar a cabo una imposible mimesis verbal del mundo de acontecimientos y cosas que las voces del poema traen a colación. Está claro que las palabras no conseguirán jamás reproducir los objetos con la perfección, minuciosidad y fidelidad representativa de la pintura, la fotografía y el resto de las llamadas artes plásticas. Mas, ¿quién ha dicho que eso es lo que el poeta se propone? La modalidad elocutiva a la que acude, cuya esplendente flor es el poema, cabe ser calificada de icónica a causa de su inherente y porfiada intransitividad, porque al conferir corporeidad sensible a la expresión hace que la atención del lector se concentre en el costado sonoro y emocionalmente evocador del símbolo. De lo que se colige que, aun cuando no retrate con palabras la realidad de la que habla, manifiesta el poema una incoercible propensión a mostrar, a poner ante los ojos del lector aquello que desea comunicar. Su función no es declarativa ni demostrativa, sino ostensiva. En rigor, el poema no comunica: convoca y presenta. Y lo que presenta es siempre una creación, una vivencia estética que sólo alcanza vida cuando logra trasmigrar a la palabra, convirtiéndola en aguda saeta de visionarios resplandores. Si algo define al espíritu es su exuberancia creadora. No se conforma éste con producir pensamientos y artefactos; incitado por una superabundancia incontrolable, por una pródiga vocación de totalidad y plenitud, el espíritu, valiéndose del intelecto, tiende a expandirse en el canto, a revelarse en su más honda y sublime desnudez en la belleza musical de una obra de arte. Pareja faceta creativa del espíritu es, a no dudarlo, la raíz ontológica de la actividad poética. Ya en Platón topamos con la idea claramente formulada de que, comprometido con la libertad de su espiritual talante, el intelecto aspira a engendrar en la belleza.

             Empero, es poco cuanto cuidado se ponga en establecer que la virtud espiritual que impulsa al intelecto a engendrar poesía, no procede de fuente extraña o ajena. No son potencias exógenas al propio intelecto las que lo inducen a volcarse en el canto; como obligado efecto de su modo de ser, el intelecto anhela, a través del objeto creado, participar de algo que en sí mismo y por propia naturaleza es espiritual. Porque así reconoce su rostro en la imagen que el espejo del poema le devuelve, y tal reconocimiento es fuente del más inefable y puro regocijo.

            Me temo, sin embargo, que los juicios que acabo de estampar acerca del papel que desempeña el espíritu y el intelecto en la génesis del poema, constituyen una digresión que nos ha alejado bastante del tema que teníamos la intención de considerar, a saber, la textura icónica del lenguaje poético.

            Al respecto sosteníamos que la mentada iconicidad debía concebirse no como réplica verbal, no como reproducción, mediante las imágenes y sonidos de las palabras, de aquello a lo que el poema se refiere, sino como irrefragable proclividad del impulso lírico a desplegar un discurso que, aplicando artilugios retóricos de sofisticado cariz, se entrega a la búsqueda de las esencias germinales que sólo en la belleza anidan, y puesto a ello, purifica el lenguaje de cuanto elemento extraño o adventicio pueda contener, comenzando por libertar los vocablos de su condición servil, que los fuerza a subordinarse al dictado de la razón lógica e instrumental. El poema genuino, en medida mayor o menor, frutece por obra de un instinto impetuoso de su autor que lo impele a independizarse de las leyes y convenciones de la razón conceptual. Ahora bien, el significado lógico a que responde la estructura gramatical de las lenguas naturales –lenguas con las que se elabora la poesía- puede ser solapado, ocultado, esquivado o, si así lo preferimos, puesto en cuarentena…, pero nunca –óigase bien-, nunca abolido. De modo que si no cabe exigir al poema que se pliegue a reglas de corte lógico racional  so pena de irremediable adulteración de la intuición lírica plasmada en las estrofas, de algún modo más o menos columbrable, como con perspicacia lo señalara cierta analista cuyo nombre no consigue ahora asomar a mis labios,  “(…) el sentido lógico acompaña siempre a la obra poética, ya sea de una manera explícita, ya apelando implícitamente al concurso de la inteligencia.”

            Si de algo estoy cierto es que procede distinguir en el poema dos elementos que siempre están presentes y no obran nunca por modo separado: el significado lógico y el sentido poético. Este último se confunde con la poesía misma. El raciocinio sólo acierta a penetrar el significado lógico, pero el sentido poético se le escapa. Sólo la razón intuitiva logra apercibir parejo sentido y hacerlo inteligible. De donde es lícita la conjetura de que las palabras que el poema hospeda no figuran allí con el exclusivo o primordial propósito de significar, de encerrar en el estuche sonoro de las unidades simbólicas, conceptos o ideas, sino que se manifiestan en calidad de entidades dotadas de vida propia, pulsión emocional y armónica fisonomía. El rol simbólico que desempeñan o, valga la aclaración, su competencia para revelar a la razón un sentido inteligible en su relación recíproca dentro del texto, apela a esa virtud plástica y sonora de las imágenes, a la iconicidad que los signos en el espacio vivencial del poema rezuman. La función significativa del lenguaje poético es entonces tributaria de la primordial “escenificación” en que las voces intervienen, del velo o aura de asociaciones implícitas que irradian las palabras, tanto como de su significado lógico, el cual, en orden a materializar el sentido poético, no constituye más que una parte del todo.

            Estaría incurso en negligencia escandalosa quien olvide que el sentido poético no admite ser disociado de la forma; el sentido poético está por necesidad, por naturaleza, ligado a la forma, es inmanente a la organización misma de los vocablos, inmanente a la estructura verbal del enunciado. Y puesto que el sentido poético adolece del empecinamiento que consiste en no tolerar que el significado de los signos se emancipe de la virtud sensible que desde adentro los anima, contar lo que un poema dice es disolver su poesía, aniquilarla, dado que el supuesto significado que extirpamos a sangre fría al contar el poema, como ya no se atiene al régimen musical y “presentativo” que el vate impusiera a los vocablos, dejó de ser el sentido poético… Del apetecido fruto nos hemos quedado con la cáscara inútil, mientras que la pulpa sabrosa –maleficio exasperante- ha desaparecido.

            Las modalidades no poéticas de expresión caben ser calificadas de prosaicas; porque en la prosa o, si así nos viene mejor, en el lenguaje de sesgo explicativo, informativo o declarativo, las palabras no pretenden ser otra cosa que signos; están allí, en la conversación o en el escrito, para que el intelecto las use a guisa de puentes que conducen a cierto significado, que es lo que a la postre interesa en semejante planteo discursivo. Para que surja expedito y disponible el contenido abstracto que la razón codicia, las palabras deben cumplir la función del cristal transparente, deben vaciarse de su propia sustancia material de modo que, esquemas puros, a través de ellas se haga visible, con irreprimible nitidez, la idea. El precio que el discurso lógico conceptual hace pagar al hablante es la desintegración del cuerpo de las palabras. Éstas deben pasar inadvertidas, deben hacer olvidar que existen al que las emplea, que poseen forma, sabor  densidad; entonces la mente, haciendo caso omiso de los accidentes de su fisonomía sonora y de su potencial evocativo, puede consagrarse a la aprehensión de lo único que, para el caso, incumbe: su significado.

            Y porque el significado que la razón persigue y ambiciona no es ni podrá ser nunca el sentido poético, solemos acudir a la fórmula que, no por tópica y trillada resulta menos exacta, de que el poema comunica una experiencia inefable…, inefable porque llega a nuestro corazón por secretos caminos que el razonamiento lógico es incapaz de recorrer.

            La mecánica del raciocinio lógico es diurna, nocturna la del poema. No hay poesía, ni siquiera la de más cristalino linaje, que acierte a despojar la expresión de un halo de misterio. En el trasfondo del poema de más sencilla arquitectura verbal y límpido fluir, podemos darnos de bruces con la imagen brumosa del enigma, con la desconcertante presencia de una incógnita abrumadora para cuya designación carece el idioma desembozado del intelecto de palabras.

            Para muestra un botón… Del incomparable legado literario de nuestro Romancero Castellano, escojo a modo de ilustración el cautivador poema del Conde Niño. Exornemos la aridez de estas reflexiones con la diáfana andadura de sus octosílabos:

                        Conde Niño por amores
                        Es niño y pasó la mar;
                        Va a dar agua a su caballo
                        La mañana de San Juan.
                        Mientras el caballo bebe
                        Él canta dulce cantar;
                        Todas las aves del cielo
                        Se paraban a escuchar,
                        Caminante que camina
                        Olvida su caminar.
                        Navegante que navega
                        La nave vuelve hacia allá.
                           La reina estaba labrando,
                        La hija durmiendo está.
                        -levantaos, Albaniña.
                        De vuestro dulce folgar,
                        Sentiréis cantar hermoso
                        La sirenita del mar.
                        -No es la sirenita, madre,
                        La de tan bello cantar,
                        Sino es el Conde Niño
                        Que por mí quiere finar.
                        ¡Quién le pudiese valer
                        En su tan triste penar!
                        -Si por tus amores pena,
                        ¡Oh, mal haya su cantar!
                        Y porque nunca los goce
                        Yo le mandaré matar.
                        -Si le manda matar, madre,
                        Juntos nos han de enterar.
                           Él murió a la media noche,
                        Ella a los gallos cantar;
                        A ella, como hija de reyes,
                        La entierran en el altar;
                        A él, como hijo de conde,
                        Unos pasos más atrás.
                        De ella nació un rosal blanco,
                        De él nació un espino albar;
                        Crece el uno, crece el otro,
                        Los dos se van a juntar;
                        Las ramitas que se alcanzan
                        Fuertes abrazos se dan,
                        Y las que no se alcanzaban
                        No dejan de suspirar.
                        La reina, llena de envidia,
                        Ambos los mandó cortar;
                        El galán que los cortaba
                        No cesaba de llorar.
                        De ella naciera una garza,
                        Dél un fuerte gavilán;
                        Juntos vuelan por el cielo,
                        Juntos vuelan par a par.
                       
            Dificulto que el lector de este enternecedor romance anónimo repute su lenguaje de intrincado u oscuro. No podía ser más llano el léxico, en el que verbos (cortar, navegar, llorar, cantar, nacer, crecer, enterrar), sustantivos (amores, mar, caballo, nave, altar, gavilán, garza) y epítetos (bello, dulce, blanco, fuerte) instalan al que a sus versos se avecina en el terreno de una encantadora narración fantástica, similar a la de los cuentos de hadas infantiles. En cuanto puede conjeturarse, tampoco el engranaje compositivo del poema impone fatigoso ejercicio de desciframiento ni acusa complicación de ningún género en lo que afecta a una correcta comprensión del tema y los motivos desarrollados: el cristalino relato en tercera persona alterna con trozos dialogados de abrupto dramatismo y con exquisitas pinceladas descriptivas. Todo está dicho con singular naturalidad y frescura; El cuadro de vivos colores que de los sucesos narrados se desprende, si bien arrima el espíritu a latitudes de fábula y fantasía que no se rigen por las leyes ordinarias de la naturaleza, (orbe imaginario en el que, entre otros hechos, se producen metamorfosis prodigiosas), nos es presentado con la mayor tersura y la más apetecible sencillez elocutiva. La historia avanza en rauda marcha, lineal, irrefrenable, desde que principia el romance con la llegada del Conde Niño enamorado, hasta su fatal desenlace y gloriosa epifanía… Todo luce claro. El intelecto aparentemente no tropieza con escollos de imprecisión o ambigüedad que vuelvan onerosa la interpretación de los versos. El octosílabo se precipita feliz, con libérrima desplazamiento musical que la rima asonante subraya, ajustando con deslumbrante plasticidad sonora su corriente al variado relieve emocional del asunto tratado.

            Nos enteramos así que un juvenil Conde cruzó el mar para juntarse con su amada, la no menos juvenil princesa Albaniña; que la reina madre, opuesta a esos amores, manda matar al tierno galán; que la hija de la reina, incapaz de soportar la pena de esa muerte, fallece pocas horas después; que a ambos los entierran en la nave de la iglesia uno cabe el otro; que de la sepultura de ella brota un rosal y de la de él un espino; que las ramas de los dos arbustos se entreveran en apretado abrazo; que la envidiosa madre ordena cortar esas plantas extraordinarias; que de ellas surgen una garza y un gavilán que, unidos para siempre, emprenden vuelo hacia el radiante tálamo del firmamento.

            Haciendo a un lado la inverosímil anécdota que se complace en lo sobrenatural y quimérico, ¿dónde topamos en tan paladina composición poética con esa oculta región de ontológico misterio que la intuición aprehende, cual relámpago oscuro, pero que a los apremios de la razón discursiva se muestra refractaria? ¿Dónde hallar en romance de tan explícito tenor e inocente carácter esa significación única que concierne a la inteligencia poética, no a la esfera de la comunicación racional y social, y que se nos propone en tanto que revelación de un inquietante arcano?  

            Pues bien, si de apariencias delusivas no me pago, más allá del mundo de desbordada fantasía al que nos traslada, más allá de lo que con tan cumplida gracia y fresco aliento se nos narra y describe, la verdadera significación del poema del Conde Niño remite a algo que trasciende las cosas, personajes, conflictos y sucesos que el texto descoge; remite –no escatimaré ningún esfuerzo por demostrarlo- a una vivencia íntima y profunda a la que el ostensible significado de la fábula alude por modo nocturno, indirecto y oblicuo… ¿Cuál vivencia es ésta? La del amor más poderoso que la muerte, tema inagotable que ninguna época, sociedad o cultura se resignará a preterir.

            Lo que del poema que tenemos entre manos no es posible formular conceptualmente, -vale decir, su sentido poético- es ese vislumbre de lo ignoto, ese sondear los abismos del amor mediante la armonía del verso, la compacidad de las imágenes y el dramatismo de las escenas, para al cabo obsequiarnos una criatura verbal de belleza emblemática que no se limita a hablar del fuego de la pasión amorosa, sino que es en sí propio esa pasión transfigurada en canto. Ocurre así que el nada problemático significado inteligible en virtud del cual este poema enuncia ideas y relata acontecimientos, está enteramente subordinado al sentido poético, cuya visionaria opacidad rehúsa cualquier abordaje intelectual que no sea el estético de la contemplación embelesada.

            Levantemos la vista al cielo… Allí, en alguna parte de esos dominios transparentes, el Conde Niño y su amada, vencedores de la muerte, superados los obstáculos de la incomprensión y de la envidia, convertidos en bizarro gavilán y esbelta garza, “juntos vuelan par a par”. El amor es la consumación de la libertad. Amar es entregarse, no exigir. Sólo el que ama es libre. A su vez, el amor es la irrenunciable patria del ser humano; en ella el espíritu afianza su superior identidad y se desprende del lastre de los groseros apetitos. Pareja certidumbre es la que anima el poema que estamos examinando. De ahí que no quepa atribuir al azar que la pareja de amantes, transformada en dos magníficas aves, surquen el piélago prodigioso del aire, símbolo conmovedor de la libertad y elevación en las que el sentimiento amoroso se deleita.

            El romance del Conde Niño no es un cuento de hadas. Es una de las más sutiles y sabias aproximaciones a esa faceta misteriosa de la condición humana que hemos denominado amor. La candorosa fantasía a que hacen referencia las palabras no es más que el medio de que se vale la magistral pericia del cantor para levantarnos al plano de la supraconciencia donde el ser se nos descubre, según señala Santo Tomás de Aquino, como un “triunfo del espíritu que estalla en la voz.”

            A tenor de lo dicho sobre el irreductible fondo de oscuridad que albergan hasta las más diáfanas formas del lenguaje poético, aliento la ilusión de que el que me haya acompañado por el zigzagueante sendero de estas divagaciones, si no se ha dejado persuadir por ellas, me conceda al menos el beneficio de reconocer que un texto cuyo significado admita ser trasvasado íntegramente a la prosa de la razón discursiva, sin que la nueva versión prosaica infiera a lo expresado por el poeta menoscabo o agravio, no es ni podrá ser tenido nunca  por poético. El sentido poético, que no es sino otra manera de nombrar la poesía misma, se impone al que adopta la postura estética adecuada como el sustrato último, ontológico del poema, el que le otorga su ser y su más genuina y sustancial significación. Lo que el poeta dice rebasa con mucho el significado lógico inteligible que el poema pueda contener. El sentido poético se desprende del organismo mismo de las palabras, es, como ya lo especificáramos párrafos atrás, inmanente a la forma, a la estructura del conjunto de la obra. De ahí que para penetrar el sentido poético de una creación verbal, no queda otro camino –también esto lo señalamos antes y es probable que lo volvamos a decir- que retornar al texto una y otra vez, repitiéndolo en nuestra mente o, mejor aún, recitando sus versos en voz alta, tal y como el cantor los elaborara y en el preciso orden en que dispusiera los vocablos. Semejante imposibilidad de separar el sentido poético de la mera referencia objetiva a que los signos propenden, sin que pareja conducta se salde con la bancarrota del poema, es la más obvia señal de que no nos hallamos ante un lenguaje de transitiva laya (cuya descodificación se encomienda necesariamente al conocimiento del contexto fáctico) sino frente a una enunciación de lírica raigambre que, con centrípeta tozudez, invita incansablemente al lector a sumergirse en la sensible concreción de su plástica y sonora arquitectura.

            Tal vocación centrípeta del numen lírico engendra esa oscuridad, esa suerte de neblina o aura que envuelve las palabras del poema, nebulosidad a la que es razonable atribuir la sensación de extrañeza, la impresión de que algo insólito, raro, fuera de lo común, se está manifestando ante nuestros ojos, de modo que, inesperadamente, las más usuales y allegadizas voces del castellano -a las que en circunstancias normales no prestamos atención- empiezan a destacarse en tanto que criaturas que excitan la imaginación y atraen por su admirable y antes no advertida gracia evocadora.

Ahora bien, la referida opacidad del lenguaje poético, que lo hace enfermizamente refractario a la glosa exegética, no implica la total exclusión del significado lógico. Por modo más o menos visible, el elemento conceptual y lógico aflora siempre en la creación del aedo. Pues es notorio que si dicho elemento desapareciera al extremo de que las palabras renunciasen a su condición de signos, el sentido poético, que entroniza su peculiar coherencia simbólica y expresiva afincándose en el valor denotativo de las palabras para, al distanciarse de ese plano referencial, establecer con respecto a él un elocuente contraste que abre la conciencia del lector a nuevas posibilidades de aprehensión intelectual, el sentido poético, repito, de darse así las cosas, también  desaparecería… El sentido poético no es el significado lógico, pero no parece controvertible la afirmación de que sin este último, el primero no podría existir. De ahí que siempre que rehusemos condescender con el disparate o el absurdo, (decisión en la que acaso no me acompaña buena parte de la poesía surgida con las vanguardias), no quepa prescindir por entero de la familiar dimensión denotativa del signo lingüístico en la esfera de la composición poética. Ni siquiera en el más hermético de los poemas deja de asomar un residuo, por ínfimo que este sea, de significado lógico.

Para ilustrar lo argumentado ut supra, aspiro a que no se me reproche recoger en estas atropelladas cuartillas el soneto de heterodoxa catadura de la autoría del vate dominicano Zacarías Espinal, el cual reza como sigue:.

                        Junto al bárako Eufemio que apelista
                        la diápesis narcótica de Hicrea,
                        responsa su emperámica Hitorbea
                        la funcia de Kra-Zoma panevista.

                        Zigia-20-Zelé, -Kranimia Hitea
                        Karma Ozoramia de akelión panista
                        que frunge su apotema panteísta
                        en zakos de ankoroma Galilea.

                        Oh! Hiberazuima de Akirón-Retencio,
                        los ásperos responsos del silencio
                        en áulicos aneikos de Kauteja;

                        Hiperamant narcómana te inflija.
                        como un kromelio de Tebaida vieja
                        en la noche boreal de tu sortija.

            Nada menos sensato que enfrascarnos en la tarea de explicar a qué tenía en mente aludir el autor de los citados endecasílabos. Hasta el más avezado exegeta las pasaría canutas en empeño de tan ingrata vitola… Cobremos ánimo, sin embargo, que si al cabo estoy de lo que pasa, el jocoso hermetismo del soneto de Zacarías Espinal –fruto de cálculo y oficio- es factor clave para que su sentido poético se manifieste; sentido que en el caso del poema transcrito obedece a una intención lúdica y satírica. El poeta juega con el lector, se divierte, le toma el pelo; y, como quien no quiere la cosa, derrama luz sobre un hecho asaz interesante: para que el discurso lírico suene bien y posea coherencia formal y belleza perceptible a los sentidos, no es preciso que las palabras empleadas sean de corte familiar y refieran a algo conocido.

            Convenido… No sabemos de qué habla el poeta; su lenguaje diera la impresión de responder a un código cifrado. ¿Qué significa bákaro, diápesis, funcia, Kra-Zoma, akelión, aneikos, infijar, apelistar y otras voces de similar jaez estrafalario? Tales locuciones, sobre suscitar perplejidad a causa de su intrigante aspecto, no hay manera de asociarlas con objetos, seres o sucesos del mundo real. Mas es esto –no lo dudemos ni por un instante- lo que se propone el bardo. Su objetivo estriba en desconcertarnos mediante el astuto expediente retórico de inventar unidades sonoras que parecen signos lingüísticos del castellano sin serlo, y de colocarlas bajo el régimen sintáctico de nuestro idioma y acogidas, además, al canónico esquema del soneto de blasón modernista. En buena medida, el efecto de sorpresa y risa que las estrofas de nuestro vedrinista compatriota producen en quien las lee, es adjudicable a la ambigüedad de una enunciación verbal que, ateniéndose estrictamente a las pautas del español en lo que toca a la coordinación de los miembros de la frase, y subordinándose por igual a las normas métricas, de rima y acento del linajudo verso endecasílabo, en el plano semántico muestra, en abierta violación a las convenciones aceptadas, todos los síntomas de un discurso concienzudamente elaborado para que el intelecto, por mucho que se esmere, no consiga digerirlo. Así, pues, de la contraposición entre la estructura propia del idioma de Cervantes y el escaso o nulo valor de sentido referencial de lo expresado mediante trabajada forma estrófica, mana la vis humorística, de burla ingeniosa, que espolea la curiosidad, anonada y recrea… El estupor, el  regocijo que provoca la lectura del soneto que estas ponderaciones ha cosechado es de índole semejante a la risueña experiencia que solemos definir en la fórmula proverbial “mucho ruido y pocas nueces” o, también, “la montaña parió un ratón”…, sentencias de las que acostumbramos valernos para designar la letífica falta de proporción entre lo aparatoso de un acontecimiento cualquiera y la inesperada insignificancia de sus consecuencias.

            En el caso del poema examinado la eutrapelia aflora en virtud del desajuste a que da pábulo un decir perfectamente articulado en el nivel sonoro, morfológico y sintáctico, pero al que no podemos adscribir significado alguno.

            Va de suyo que el soneto de Zacarías Espinal es un caso extremo de sopesado hermetismo.  Por esa vía no es verosímil que pueda nadie llegar más lejos. Sin embargo, puestos a buscar, toparemos con indicios fehacientes de que la ausencia de significado a que nos referíamos en los renglones que anteceden no es absoluta ni, tampoco, fruto alucinado de una mente hundida en la locura, porque el peregrino léxico que el aedo inventara, pese a que no acusa la transitividad simbólica propia de los signos lingüísticos, nada tiene de arbitrario o irracional. La demencia no crea sonetos ni calcula efectos de sorpresa y de lúdica expansión. Por consiguiente, la composición que nos ocupa podrá ser cualquier cosa salvo el delirio aberrante de un espíritu enajenado. Más allá de la obvia imposibilidad de entender el significado de las fantasiosas voces con que el poeta nos aturde, no debe ocultársenos que tales voces ocupan, con perfecta apariencia funcional, la posición que en el verso estaría reservada a verbos, adverbios, adjetivos y nombres de ordinario cariz y traza familiar; observación ésta que induce a conjeturar la presencia de una significación tributaria no del  valor léxico semántico, sino del estructural y compositivo. Comprobar la exactitud de lo afirmado es empresa de fácil realización. Para ello cometeré el desacato de dislocar el orden de las palabras de la primera estrofa del poema de Espinal. En su versión original el cuarteto –recordémoslo- dice:

                        Junto al bákaro Eufemio que apelista
                        la diápesis narcótica de Hicrea,
                        responsa su emperámica Hitorbea
                        la funcia de Kra-Zoma panevista.

            ¿Qué dijo el poeta en los versos trascritos?...Ni él mismo lo sabe. Empero, lo que no se presta a discusión es que, por extraño que luzca, ese ininteligible discurso no está escrito en chino o en alemán; es castellano; en razón de ello, que no seamos capaces de comprenderlo no impide que oscuramente sintamos que su autor está trasmitiendo un mensaje, está predicando ciertas cualidades y hechos de ciertas cosas y seres. Y aun cuando tales predicados y sujetos se nos presenten en tanto que enigmas irresolubles, la mera circunstancia de que puedan ser tenidos por sujetos y predicados importa, en lo que a lo enunciado concierne, un mínimo de racionalidad y de lógica, un residuo en nada deleznable de potencial significativo.

            Si ahora, usando las mismas palabras del cuarteto, les imprimo un orden diferente, obsérvese lo que ocurre:

                        Al narcótica responsa junto apelista que Eufemio
                        emperámica su bárako diápesis Hicrea de
                        funcia la la Krazoma de panelista Hitorbea.

             Henos aquí en brazos del sinsentido, del absurdo. La mudanza de las palabras del lugar que tenían en la estrofa, trajo consigo la total pérdida de coherencia lógica y de expresiva sonoridad. El discurso, antes divertidamente enigmático, se ha vuelto ahora una cháchara que no despierta el menor interés. El sentido poético del soneto, que dependía de ese último remanente de significado lógico propio de la adecuada construcción sintáctica y métrica, se ha evaporado. Ya no hay poesía, ni sorpresa, ni lúdica ingeniosa. Junto al inteligible armazón formal del que sorbía su sentido y en el que afincaba su estética trabazón el soneto de Zacarías Espinal, se ha desvanecido el retozón lirismo sin dejar rastros.

            En resolución, partiendo de las observaciones que el poema recién escoliado nos ha permitido hacer, tal vez no resulte prematuro arriesgar la hipótesis de que incluso en las composiciones poéticas más oscuras, más impermeables al intelecto racional, su cerrazón no será tanta que no pueda siempre atisbar en ellas el lector competente un vestigio de lógico significado. Parejo poso o sedimento, del que ninguna creación de abolengo lírico prescindiría jamás, por constituir el cimiento racional sobre el que se yergue el intraducible sentido poético, es el marchamo que distingue al poema genuino del discurso delirante de un esquizofrénico o de las expresiones del escritor sin talento que, para que lo tengan por original, es capaz de perpetrar las excentricidades más escandalosas y de cometer imperdonables atentados de lesa sensatez.

            En todo caso, algo está fuera de discusión: hasta el poema más oscuro ofrece a la razón conceptual un mínimo de apoyos y salientes a los que asirse. Para que la poesía brote, el discurso no puede enclaustrarse por entero en sí propio; su virtud referencial y simbólica no consiente ser por entero abolida. Y si esto sucede, entonces el texto ya no es poesía sino abusión o desvarío…

              El hermetismo de un poema puede ser mayor o menor, pero es siempre relativo. Para comprobarlo distraigamos del poemario en el que figuran, las estrofas de la breve composición de César Vallejo que lleva por título Paris, octubre, 1936.

                        De todo esto yo soy el único que parte.
                        De este banco me voy, de mis calzones,
                        de mi gran situación, de mis acciones,
                        de mi número hendido parte a parte.

                        De los Campos Elíseos o al dar vuelta
                        la extraña callejuela de la Luna,
                        mi defunción se va, parte mi cuna,
                        y, rodeada de gente, sola y suelta,
                        mi semejanza humana dase vuelta
                        y despacha sus sombras una a una.

                        Y me alejo de todo, porque todo
                        se queda para hacer la coartada:
                        mi zapato, su ojal, también su lodo
                        y hasta el doblez del codo
                        de mi propia camisa abotonada.

             Stricto sensu, tomadas aisladamente, las afirmaciones amonedadas en esos versos encaran al lector con referentes que, del modo cómo se coordinan en el texto, no tienen ni pies ni cabeza. ¿Cómo se puede ir uno de sus calzones, de sus acciones o, todavía peor, de su “número hendido parte a parte”? ¿A qué se refiere el bardo cuando asegura que su “semejanza humana dase vuelta/y despacha sus sombras una a una”? ¿Cómo hacer inteligible el hecho de que objetos de la guisa del zapato, el ojal o la camisa se confabulen para fabricar una coartada?

            Sin embargo, los sucesos extraños, inverosímiles, a los que el poeta alude en las estrofas traídas a colación, al sumarse unos a otros van generando una atmósfera pesadamente gris, del color mustio de la angustia, de la agria sapidez  de la desolación, un clima espiritual de ontológica perplejidad, fruto de la vivencia del más insoportable desarraigo, de la dolorosa certidumbre de que la condición humana se ha perdido en las cosas exteriores como la ropa o el calzado o los automatismos conductuales, y que el individuo así alienado ya no es capaz de reconocerse a sí mismo.

             El sentido del poema, el intelecto lo aprehende por oblicuo modo; éste se despliega en dos niveles que las imágenes y la musicalidad del verso sueldan de manera tan firme que no es posible separar el uno del otro: primero el nivel superficial, literal, explícito de los objetos, circunstancias y cosas mencionados, donde prima facie lo que se enuncia es descabellado, como quedara palmariamente evidenciado líneas atrás; y luego, el segundo nivel profundo del sentido poético, que en el ejemplo considerado se relaciona con la turbadora experiencia de contemplarse a sí mismo no como ser humano, sino como un amasijo de triviales formas carentes de espiritual trascendencia y aseidad. La ausencia de racionalidad que hemos señalado en el nivel de las ideas expresadas –ideas que contravienen el régimen fáctico social y natural al que estamos acostumbrados- no es sino el expediente de que se vale César Vallejo para producir un significado superior, de lírico talante, a cuyo favor la sensibilidad se ilumina y se deleita la inteligencia.

            Por de contado, sería profanación pretender reducir el sentido de los versos admirables del eximio bardo peruano a las reflexiones a posteriori que, sujetándome a los rigores de la exégesis, me he visto conminado a ofrecer. ¡Buenos estaríamos si aceptáramos eso!... Sería como dar cobre por oro. No; Es imperativo no echar en saco roto la verdad, a la que en páginas anteriores aludí, de que el sentido poético -únicamente comprensible en el plano de la imaginación estética donde la razón intuitiva y emocional prospera-, sólo y nada más que mediante la lectura del poema consiente encomendarse a nuestro espíritu.

             La poesía que en verdad hace honor a su nombre no puede dejar de expresar conceptos a los que, con diferente grado de dificultad, la razón lógica y discursiva accede, ni impedirse insuflar a las palabras comunes del idioma un deje de extrañeza, un soplo de misterio que vagamente ilumina al intelecto con un plus de sentido del que carecen las ideas y las referencia a objetos y fenómenos con que podamos tropezar en el poema. No existe poesía que en alguna medida, así sea casi imperceptible, no acierte a adunar al significado usual de los vocablos un secreto sentido, esa “doble sombra” de la que hablaba Franklin Mieses Burgos, que acaso por modo indeterminado e indirecto, mas por ello mismo emocionalmente eficaz, apela a una clarividencia estética superior de naturaleza intuitiva y sensible.

            La poesía moderna y contemporánea, esto es, la que puso en boga el ventarrón de las vanguardias –en particular el surrealismo-, en su intento de despojar al lenguaje de la lógica discursiva propia de la razón conceptual, (lógica de la que era menester abjurar en opinión de los acólitos de esas iconoclastas corrientes literarias), dicha poesía, reitero, cedió a la tentación de acentuar el carácter intrincado y brumoso del poema y (como apunta cierto estudioso cuyo nombre, fiel a la costumbre del olvido, omitiré registrar) se arrimó a mecanismos tales como “la sobrevaloración de la metáfora; el uso de imágenes audaces y visionarias, en asociaciones dobles, triples o múltiples; la desaparición de la rima y de los nexos sintácticos; el empleo de neologismos atrevidos y de hipérboles un tanto insólitas…”, entre otros procedimientos retóricos no menos sorprendentes.

              Es notorio que semejante proclividad de los poetas contemporáneos a refugiarse en la vida pre-consciente del alma para purificar la poesía de elementos adjetivos y parasitarios, confiándola al libérrimo fluir de las imágenes, importa la voluntad y el muy premeditado propósito de manumitir el poema de las excrecencias de la razón, cuya naturaleza, en esos años de militante anti-intelectualismo, era juzgada  incompatible con la aspiración a la esencialidad y pureza de la efusión de lírico abolengo.

            El espíritu de la época actual, inaugurado por las vanguardias, está en materia de gusto en los antípodas del clasicismo. El inclín de la modernidad se siente atraído por todo aquello de lo que el temperamento clásico abomina. En particular, rechaza la poesía moderna el predominio del ideal de la razón, que adopta en el numen clásico los modos de la generalización, de la “superación de las singularidades individuales” y de la “búsqueda de una grandeza equilibrada y armoniosa.”

            Ahora bien, no escapará al observador atento que el vate de sensibilidad clásica, en su anhelo de huir de lo trivial, mantener cierta compostura y esquivar la demasiado abierta exhibición de las íntimas y personales emociones encerradas bajo cuatro llaves en el sanctasanctórum de la subjetividad, dio pie a la aparición y vigencia de un discurso asaz convencional en el que el pensamiento abstracto usurpa no pocas veces el espacio que corresponde al arrebato lírico.

            De fijo que pareja declinación del estro poético tórnase perceptible, sobre todo, en los bardos de segunda fila, en imitadores y epígonos de creatividad exangüe. Porque en los eximios representantes de la tradición clásica, la elaborada arquitectura lógica del discurso, la nobleza de la expresión, las descripciones amplias y pormenorizadas, la fascinación por lo anecdótico y narrativo, la impecable construcción y transparencia de las imágenes, comparaciones y metáforas y el sometimiento  estricto a normas técnicas y pautas de género, si bien imponen de principio a fin su presencia reguladora, su ostensible señorío, ni imposibilitan, ni interrumpen ni reprimen el impetuoso oleaje de la emoción poética ni mucho menos obliteran ese otro inquietante sentido que desde los adentros hace reverdecer la palabra con la fronda de una oculta e inasible reverberación.

            A tenor de lo expuesto, dificulto que un alma sensible a los primores de la belleza no reaccione con el asombro que la perfección suscita, luego de casi seis siglos de compuestas, a la lectura de las gloriosas Coplas que escribiera Jorge Manrique “Por la muerte del Maestre de Santiago Don Rodrigo Manrique, su padre.”

            Las tres primeras estrofas –que no renunciaré a citar- constituyen un prodigio de equilibrio, en el que el tema grave y sombrío de la muerte se descoge con majestuosa solemnidad en límpidos octosílabos. La llamada de alerta “Recuerde el alma dormida”, ronca campanada que invita al recogimiento introspectivo, es seguida por la evocación de la brevedad de la vida y la inminencia ineludible de la congoja, para concluir en la copla tercera, con el célebre paralelo –arquetípico si los hay- de la existencia humana con el fluir de los ríos que irremediablemente desembocan en las aguas del mar, “Que es el morir”: 
             
                        Recuerde el alma dormida,
                        Avive el seso y despierte
                        Contemplando
                        Cómo se pasa la vida,
                        Cómo se viene la muerte
                        Tan callando:
                        Cuán presto se va el placer,
                        Cómo después de acordado
                        Da dolor,
                        Cómo a nuestro parescer
                        Cualquiera tiempo pasado
                        Fue mejor.

                        Y pues vemos lo presente
                        Cómo en un punto es ido
                        Y acabado
                        Si juzgamos sabiamente,
                        Daremos lo no venido
                        Por pasado.
No se engañe nadie, no,
                        Pensando que ha de durar
                        Lo que espera
                        Más que duró lo que vio,
                        Pues que todo ha de pasar
                        Por tal manera.

                        Nuestras vidas son los ríos
                        Que van a dar a la mar,
                        Que es el morir;
                        Allí van los señoríos
                        Derechos a se acabar
                        Y consumir;
                        Allí los ríos caudales,
                        Allí los otros medianos
                        Y más chicos,
                        Allegados, son iguales
                        Los que viven por sus manos
                        Y los ricos.

            Me asalta la irritante sospecha de que el intenso deleite espiritual que los paradigmáticos versos transcritos no dejarán de provocar en quien los lea, pueda ser erróneamente atribuido, por modo exclusivo y excluyente, a la destreza métrica del aedo quien, haciendo alarde de insuperable habilidad retórica, encaja en el molde musical de la estrofa de pie quebrado, sin menoscabo de las ideas ni detrimento del engarce lógico y sintáctico de la cláusula, una meditación de honda raigambre existencial y elocuente prosapia filosófica.

            Estoy muy cierto de que la destreza retórica, ese elemento de artesanía verbal con el que topamos hasta en los poemas de más fácil y espontánea inspiración, tiene su parte, para nada desatendible, en el gozo que la declamación de las famosas coplas de Jorge Manrique proporciona. Mas argüiría ruda sensibilidad pensar que las bondades estéticas del inmortal poema que estamos sometiendo a escrutinio, admitan ser atribuidas, sin más, a pericia técnica y garrulería discursiva. No es así.  Nadie a quien asista un adarme de sensatez me reconvendrá por sostener que el calor humano que de esas venerandas coplas se desprende, la austera dignidad de la expresión, la enfática andadura de la frase, el escalofrío metafísico que desatan en los hontanares del alma todos y cada uno de los vocablos que el autor sabiamente administra, la sensación de grandeza trágica que dimana de la estoica conformidad ante lo inevitable, nadie –insisto- podría reprocharme que juzgue que virtudes de tan elevada categoría y estremecedor alcance, lejos de ser simple consecuencia de eutrapélica maestría y garbo de la versificación, son el fruto jugoso de una intuitiva inmersión en el centro de donde mana, desnudo y resplandeciente, el lenguaje enigmático de las ultimidades del ser, el misterioso idioma de una trascendente e inefable verdad.

            La señal inconfundible de que nos hallamos ante auténtica y medular poesía es que la palabra común traspone las fronteras de la plana designación referencial para, excitando la imaginación, volcarnos al asombro de un sentido superior al de las secas ideas, sentido  que, sobre seducirnos con su belleza plástica y sonora, con su irreductible concreción verbal, nos hace depositarios de una visión que extiende al máximo los límites de la aprehensión intelectual y emotiva de lo que somos y de lo que nos rodea… ¿No es esto acaso lo que ocurre cuando, empeñado en hacernos palpar nuestra condición efímera y vaporosa –no más perdurable que la de la nube o la de la cresta de espuma de la ola-, acude el poeta castellano al recurso de aplastante efectividad de preguntar acerca del destino de tanta gente noble y poderosa cuyos hechos sus contemporáneos admiraran y que hoy, apenas unos lustros después, (en el instante en que el poeta canta y en el que nosotros escandimos su canto) nada son sino nostálgica remembranza y anuncio alarmante de lo que la suerte, tarde o temprano, reserva a la criatura humana?:

                        Dexemos a los troyanos
                        Que sus males no los vimos
                        Ni sus glorias;
                        Dexemos a los romanos,
                        Aunque oímos y leímos
                        Sus historias.
                        No curemos de saber
                        Lo de aquel siglo pasado
                        Qué fue d’ello;
                        Vengamos a lo de ayer,
                        Que también es olvidado
                        Como aquello.

                        ¿Qué se hizo el rey don Juan?
                        Los infantes de Aragón,
                        ¿Qué se hicieron?
                        ¿Qué fue de tanto galán,
Qué fue de tanta invención
                        Como truxeron?
                        Las justas e los torneos,
                        Paramentos, bordaduras
                        E cimeras,
                        ¿Fueron sino devaneos?
                        ¿Qué fueron sino verduras
                        De las eras?

                        ¿Qué se hicieron las damas,
                        Sus tocados, sus vestidos,
                        Sus olores?
                        ¿Qué se hicieron las llamas
                        De los fuegos encendidos
De amadores?
¿Qué se hizo aquel trovar,
                        Las músicas acordadas
                        Que tañían?
                        ¿Qué se hizo aquel danzar,
                        Y aquellas ropas chapadas
                        Que traían?
           
            La música de una cardinal intuición, que desvela el carácter resbaladizo, fugaz e inasible del tiempo, confiere a la acabada articulación lógica de las coplas citadas un metafísico sabor a espléndida certidumbre irrecusable. La elocuencia se ha transformado en medular poesía, abriéndose el discurso inquisitivo de la razón, en lírica armonía trasmutado, convertido en tremendas interrogaciones que antes que preguntas son veredictos inapelables, abriéndose, repito, el retórico elan, en virtud de inspirada iluminación, a los eternos arcanos del espíritu.

            No se me oculta, empero, que este ahondamiento en las abismáticas nocturnidades del ser al que todo poema de tradicional arquitectura clásica, siempre que cuide de no incurrir en desacato de leso lirismo, sin excepción se aboca, está lejos, muy lejos de constituir la norma. De ordinario, en las composiciones de clásica fisonomía que jubilosas se acogen a las restricciones impuestas por moldes métricos establecidos y cuya enunciación  se aviene a la previsible diafanidad de la razón discursiva,  la capacidad de revelar la otra faz de las cosas, la que sólo el relámpago de una entrañable visión emocional alumbra, es ínfima o nula. Entonces, en el mejor de los casos, lo que el poeta nos entrega es acrobacia verbal, despliegue de ingenio y agudeza, muestra de consumado oficio. Y, por seguro, nada de eso es poesía.

            Tengo copia de motivos para pensar que la proliferación de ese lánguido discurrir acogido a pautas rítmico-musicales externas, unido a la atendible fatiga  que la reiteración de invariables esquemas formales produce, da cuenta, al menos en parte, del belicoso rechazo que, iniciado el siglo XX, manifiestan las vanguardias hacia semejante tipo de creaciones, repudio que todavía hoy, casi cien años después, si bien con menos estridencia, se prolonga y no parece pronto a remitir.

            Acaso sea este el momento de reconocer que el hermetismo que acusa mucha de la poesía contemporánea –no siempre la peor- cabe ser atribuida a la necesidad de sus cultores de explorar formas expresivas lo más apartadas posible de la claridad inane y simplona de tanto bardo imperdonable cuyo único talento estribaba en ejercer con rutinario profesionalismo la versificada elocuencia y consagrarse con ahínco digno de mejor causa, a la ardua bisutería del discurso rimado de la razón.

             Tal es el caso del autor del fallido poema intitulado A un joven ocioso en el que, arbolando el trajinado ideal de progreso, hijo del positivismo iluminista del siglo XIX, durante el decurso de once insoportables estrofas de arte mayor y abrazada rima consonante, (tan correctas en su construcción como horras de aliento lírico), nos alecciona su autor acerca de que todo adelanto material y moral es fruto del tesonero trabajo humano y que es preciso, desechando la pereza, imitar el ejemplo de los héroes de la ciencia, la religión y el arte.

            Sería atentar contra los más aconsejables principios de la urbanidad y el buen gusto verter in extenso sobre estas sufridas páginas, la altisonante gimnasia endecasílaba de la mentada composición. Bástenos como escarmiento y pía práctica de paciencia y de resignación, copiar sus cuatro estrofas finales:

                        El legado inmortal de las edades
                        te convoca a luchar con ardimiento,
                        a ennoblecer con regias claridades
                        el don que te distingue: ¡el pensamiento!

                        Héroes hubo; su sangre derramaron
                        Por darte patria, libertad y leyes,
                        hombres ilustres que por ti arrancaron
                        sus coronas y cetros a los reyes.

                        Ésos los genios de la luz han sido.
                        Por su labor la humanidad recobra
                        su nobleza y poder. Tú, ¿qué has traído?
                        ¿Qué has hecho tú por merecer su obra?

                        Ya que por ti lucharon con exceso,
                        emprende de la gloria la jornada:
                        ¡huye la ociosidad que te anonada!
                        ¡Acógete al trabajo y al progreso!

            Huelga la exégesis. Donde nada han puesto las musas, no es cuestión de ir a curiosear… Cuando tropezamos con alardes de oratoria versificada del tenor de la que acabamos de padecer, no sorprende que los vates de las nuevas generaciones, empeñados en poner tierra de por medio para alejarse de ese poetizar carente de fuego íntimo y temple visionario, cayeran en las redes del surrealismo, cuya principal exigencia no es otra que la liberación absoluta de la palabra poética, no ya por el interés de escapar de la lógica del pensamiento, sino de la razón tout court. Por mor del impulso lírico, levantando el estandarte de una inobjetable rebelión en contra del predominio de lo normativo y conceptual en el poema, pasaban los surrealistas al extremo opuesto que consistía en desatar las potencias irracionales e instintivas del hombre, con el propósito sistemático y deliberado de abolir la vigilia consciente, de erradicar de la creación verbal la luz espiritual del intelecto.

            Olvidaron los seguidores de las heterodoxas corrientes de la moderna poesía que eso que denominamos razón es mucho más que el poder de articular miembros verbales y establecer relaciones inteligibles entre ellos; que la facultad intelectual de la mente humana no se agota en el pensar discursivo sino que ve o intuye, pupila interior capaz de dar con la verdad y la solución de un problema antes de haberlo descompuesto en sus partes.

            En orden a lo explayado, cabe, de paso, hacer mención al hecho de que las matemáticas y otras disciplinas teóricas, en su laborioso esfuerzo por encerrar en las mallas de un conocimiento comprobable la realidad, no están dispuestas a prescindir de la intuitiva facultad racional que, de dar crédito a lo expresado por el notable físico alemán Werner Heisenberg en su lúcido ensayo La ciencia y lo bello, permite reconocer en la esfera del saber riguroso “una gran conexión antes incluso de haber sido comprendida en detalle y antes de haber sido demostrada racionalmente…” Pues los primeros principios no se demuestran; son vistos y aprehendidos merced al fulgor que los delata. No en balde Werner Heinsenberg, en el escrito recién citado, termina diciendo: “(…) en las ciencias exactas, no menos que en las artes, la belleza es la fuente más importante de iluminación y claridad.”

             Pero los partidarios de la nueva poesía descreen de las bondades de la inteligencia, y en su insubordinación frente a las hasta entonces indiscutidas prerrogativas de la razón en el terreno de la creación lírica, se imponen la tarea de desterrar del poema, amén de la inflada retórica, cualquier elemento anecdótico, narrativo o sentimental. Pues procede recordar que, al menos en el ámbito de la literatura en lengua castellana, los inmediatos predecesores de la aventura vanguardista fueron los poetas de la plana mayor del modernismo. El modernismo, acaso el movimiento más importante de la historia de las letras españolas e hispanoamericanas de los últimos tres siglos, si bien insurgió contra las hinchadas y convencionales efusiones de la prosodia romántica, jamás renegó de recursos tales como el relato de sucesos, la policroma pintura de personajes, lugares y objetos y la expresión, a veces desgarradora, de la subjetividad. Tampoco, por supuesto, abandonó la métrica, sino que enriqueció el verso con inéditos ritmos y sugerentes sonoridades.

            Así, verbigracia, la poetisa azteca María Enriqueta dibuja con mano diestra un colorido cuadro hogareño en la composición que lleva el título de Soledad, de la que distraigo cuatro cuartetas:

                           Mientras cuido la marmita
                        y el gato blanco dormita,
                        la lluvia afuera gotea,
                        y el viento en la chimenea
                        se revuelve airado y grita…

|                          Sobre los rojos tizones
                        hierve el agua a borbotones,
                        y si se mueve la tapa
                        de la marmita se escapa
                        suave olor de requesones…
                                  
                           Después el gato suspira,
                        bajo del fogón se estira,
                        el lomo alarga y arquea,
                        viene hacia mí, ronronea,
                        y luego mis ojos mira…

                           ¿Su mirada indiferente
                        pregunta por el ausente…?
                        No sé; mas va a la ventana
                        y ve la extensión lejana
                        tristemente, tristemente…

           
            Por su parte, Delmira Agustini, en el espléndido soneto Lo inefable patentiza la ductibilidad y adecuación del verso modernista para la expresión de emociones angustiosas de brumosos perfiles:

                           Yo muero extrañamente… No me mata la Vida,
                        no me mata la Muerte, no me mata el Amor;
                        muero de un pensamiento mudo como una herida…
                        ¿No habéis sentido nunca el extraño dolor

                           de un pensamiento inmenso que se arraiga en la vida
                        devorando alma y carne, y no alcanza a dar flor?
                        ¿Nunca llevasteis dentro una estrella dormida
                        que os abrasaba enteros y no daba un fulgor?

                           ¡Cumbre de los Martirios!... ¡Llevar eternamente,
                        desgarradora y árida la trágica simiente
                        clavada en las entrañas como un diente feroz!

                           ¡Pero arrancarla un día en una flor que abriera
                        milagrosa, inviolable!... ¡Ah, más grande no fuera
                        tener entre las manos la cabeza de Dios!

               Y el enorme poeta argentino Leopoldo Lugones, valiéndose de una sencilla anécdota, la de la hermosa doncella que se baña en el mar, es capaz de mostrar en el soneto Oceánida la más desenfrenada pasión erótica con pinceladas de excitante realismo, escena que, sin embargo, no resbala ni por un momento hacia los ingratos despeñaderos de la procacidad donde hoy por hoy van a parar tantas crudas descripciones de ofensiva índole libidinosa o pornográfica:

                           El mar, lleno de urgencias masculinas,
                        bramaba alrededor de tu cintura,
                        y como un brazo colosal, la oscura
                        ribera te amparaba. En tus retinas,

                           y en tus cabellos, y en tu astral blancura,
                        rieló con decadencias opalinas,
                        esa luz de las tardes mortecinas
                        que en el agua pacífica perdura.

                           Palpitando a los ritmos de tu seno,
                        hinchóse en una ola el mar sereno;
                        para hundirte en tus vértigos felinos

                           su voz te dijo una caricia vaga,
                        y al penetrar entre tus muslos finos
                        la onda se aguzó como una daga.

            Frente al talante exquisitamente ornamental de las imágenes modernistas, frente a la cuidada y elegante prosodia de sus cultivadores, frente a la evocadora transparencia de los cuadros y figuras que se complace el modernismo en pergeñar, frente a la habilidad de sus eximios representantes para acomodar los más sutiles matices de la idea y el sentimiento en el estuche sonoro del metro y de la rima, los “ismos” que le sucedieron en España y América (ultraísmo, dadaísmo, creacionismo, surrealismo, etc.), se propusieron liquidar con furor parricida la estética a que respondía la empresa lírica llevada a término por el ineludible Rubén Darío y sus magnos epígonos. En pos de parejo objetivo, cada uno de estos iconoclastas movimientos –casi siempre de efímera duración- se lanza al coso con sus propios emblemas y proclamas. No obstante sus diferencias, los hermana un designio común: “arrojar todo lo pretérito por la borda”. Porque, en opinión de los vanguardistas, era imprescindible y urgente programa renovar los medios de expresión. Para ello había que hacer tabula rasa, desestimar las obras de los predecesores, “la recta arquitectura de los clásicos, la exaltación romántica, los microscopios del naturalismo, los azules crepúsculos que fueron las banderas líricas de los poetas del novecientos. Toda esa vasta jaula absurda donde los ritualistas quieren aprisionar el pájaro maravilloso de la belleza. Todo, hasta arquitecturar cada uno de nosotros su creación subjetiva.”

            Entonces la poesía de la rebelde generación, en manos de sus más encumbrados aedos, comenzó a sonar con un timbre nunca antes oído. Lo que se perdía en nitidez de forma, solidez estructural y claridad de la imagen, se ganaba en lírica profundización y cordial intimismo. La metáfora, dueña y señora del reino verbal, campea por sus fueros La armonía del verso se abre a nuevas posibilidades rítmicas y se flexibiliza; desaparece la rima o queda asordinada en el vago asonante. Oigamos a Rafael Alberti en el Segundo recuerdo de su poemario Sobre los ángeles:

                                   También antes,
                        mucho antes de la rebelión de las sombras
de que al mundo cayeran plumas incendiadas
y un pájaro pudiera ser muerto por un lirio.
Antes, antes que tú me preguntaras
el número y el sitio de mi cuerpo.
Mucho antes del cuerpo.
En la época del alma.
Cuando tú abriste en la fuente sin corona, del cielo,
la primera dinastía del sueño.
Cuando tú, al mirarme en la nada,
inventaste la primera palabra.

Entonces nuestro encuentro.

            La reverberación de las imágenes, la metafórica ebullición, eluden cualquier obvia interpretación lógico conceptual de lo que tuvo la intención de comunicar el poeta. El poema se ha cerrado sobre su propia carne de palabras, negando el acceso directo al significado para, forzando al intelecto al rodeo de una atropellada serie de fulgurantes metáforas, conducirle hasta el corazón de su verdad poética. Así la certidumbre de un reconocimiento que se produce antes de la creación del mundo, ha quedado plasmada en una seductora visión de espesor sensible a la que los dedos de nuestra estimulada fantasía con ansiedad se aferran.

            Algo similar ocurre con el insuperable Romance sonámbulo de Federico García Lorca. Trasvasemos a estas cuartillas la escena con que principia ese ejemplar poema:

                           Verde que te quiero verde.
                        Verde viento, verdes ramas.
                        El barco sobre la mar
                        y el caballo en la montaña.
                        Con la sombra en la cintura,
                        ella sueña en su baranda
                        verde carne, pelo verde,
                        con ojos de fría plata.
                        Verde que te quiero verde.
                        Bajo la luna gitana,
                        las cosas la están mirando
                        y ella no puede mirarlas.

                           Verde que te quiero verde.
                        Grandes estrellas de escarcha
                        vienen con el pez de sombra
                        que abre el camino del alba.
                        La higuera frota su viento
                        con la lija de sus ramas,
                        y el monte, gato garduño,
                        eriza sus pitas agrias.
                        ¿Pero quién vendrá? ¿Y por dónde?
                        Ella sigue en su baranda
                        Verde carne, pelo verde
                        Soñando en la mar amarga.

            ¿Quién es el enigmático personaje femenino de carne y pelo verdes que se asoma a la baranda? ¿Cómo es posible que las cosas la miren y que no pueda ella mirarlas? ¿A quién espera –si es que espera a alguien- mientras sueña “en la mar amarga?...El carácter irreal, extraño, expresionista de la descripción que en los versos citados el poeta nos ofrece, apunta con colorista floración de metáforas de insólito cariz, a generar una atmósfera nocturna, un clima onírico y presagioso que anticipa el ominoso advenimiento de la tragedia. Los elementos descriptivos que, prima facie, las imágenes conllevan, no figuran en el romance para registrar la realidad externa con objetivo naturalismo, sino que están allí para evocar un estado de alma, para que el misterio arraigue, para que un arcano estupor embargue nuestro espíritu, para que podamos intuir el lado oscuro de la existencia, donde sólo el vago e imperioso sueño al acecho se ovilla. El verde que tachona los octosílabos monorrimos del conocido romance, no es un color…, o, me corrijo, la cualidad cromática que el adjetivo nombra es apenas un aspecto de su valor semántico; si el término se repite con martilladora insistencia frase tras frase, es porque su función principal estriba en desmaterializar la escena, hospedarla desde el inicio mismo del poema en un indeterminado locus fantasmal, en un orbe exótico, extraordinario, que se contrapone a la realidad empíricamente perceptible con la que estamos familiarizados. De ahí que el verde, al modo de la pintura de los fauvistas, irrespete los contornos de los objetos a los que corresponde y, desplazándose de las hojas y las ramas –donde su presencia se hallaría justificada en punto a  la experiencia usual-, impregne todo el espacio del cuadro: la carne y el pelo de la mujer y, para extremar las circunstancias, hasta el viento.

            A la inquietud y desazón que los elementos mencionados despiertan en el lector de más apagada fantasía, adúnase el ambiente de premonición fatídica  que rezuman las desapacibles locuciones “agrio”, “amargo”, “sombra” y metáforas de corte amenazador cual “y el monte, gato garduño,/eriza sus pitas agrias.”

            No sabemos a ciencia cierta a qué debemos temer. Mas si algo abandona el dominio de la conjetura para hollar el firme suelo de las certezas irrecusables, es que el poema del granadino ilustre al que hemos consagrado estos insuficientes comentarios, valiéndose de la indeterminación y vaguedad de lo enunciado, acudiendo al formidable poder de evocación y sugerencia de imágenes y epítetos, sumerge al lector en aguas de espectral belleza donde cualquier cosa, en particular las torvas y temibles, corremos el albur de que sucedan.

            En este punto, me parece muy en su lugar el señalamiento de que si bien, por lo que atañe a la forma métrica, el Romance sonámbulo de García Lorca da fe de la afición del autor hacia los rancios y probados esquemas de la tradición lírica castellana, en lo que concierne, sin embargo, a sus virtudes expresivas más descollantes, la composición del influyente vate peninsular condesciende con la propensión de los  escritores de vanguardia a rehuír los modos retóricos directos y la transparencia tropológica de la poesía clásica y modernista, interesados –como ya hemos dicho que estaban- en poner de resalto en su pureza y plenitud la capacidad del lenguaje poético para revelar las visiones recónditas y fecundar la palabra con las entrañables palpitaciones del espíritu que la transitividad de los signos verbales de la comunicación ordinaria no logra evidenciar.

            De todas suertes, arribado a estos umbrales de mi cavilación, no luce improcedente reconocer, una vez más, que tiene trazas de estar justificada la creencia de que la poesía, cualquiera que sea la época en que se escriba, el tema que trate, el estilo de quien la haya compuesto y el movimiento, tendencia o corriente en que admita ser incorporada su particular modalidad elocutiva, la vera poesía, reitero, será siempre portadora de un sentido propio que no es posible trasvasar al lenguaje discursivo de la razón.

            Pareja sobreabundancia significativa, en la que coinciden por una afinidad secreta y central los poemas que las generaciones futuras no se resignarán a preterir, es la que, en todo tiempo y territorio ha dado pie a que prospere el prejuicio de que los poetas adolecen de cierta incurable especie de locura.

            Desde los albores de la civilización, a los rapsodas se les tuvo por gente que no estaba muy en sus cabales. Ya  Platón, por boca de Sócrates en el diálogo Ion, le explica al protagonista que da nombre a esa hermosa pieza filosófico literaria, que los poetas no son “los que dicen cosas tan maravillosas, puesto que están fuera de su buen sentido…”; que el cantor está “poseído, dominado”, no “es sui juris, sino que pertenece a la musa”; de modo que no es en virtud del conocimiento y la habilidad técnica sino por obra del “entusiasmo y la inspiración que los buenos poetas épicos componen sus bellos poemas.” Aristóteles también se hace eco de la idea platónica cuando, en la Poética afirma: “de ahí que la poesía exija al hombre dones felices de la naturaleza o bien un impulso de locura.”
A Shakespeare la distancia que separa la inspiración poética de la razón le incita a decir en Sueño de una noche de verano

                        Los amantes y los locos tienen cerebros tan hirvientes,
                        tales fantasías y formas, que aprehenden
                        más de lo que la fría razón comprende.
                        El loco, el amante y el poeta
                        tienen los tres la imaginación semejante.

            Sobre el mismo asunto y con muy parecida idea escribió William Blake:

                        Todos los cuadros pintados con sentido y pensamiento
                        bien seguro es que los han pintado hombres locos;
                        pues cuanto mayor es su locura tanto más feliz es su pincel,
                        y cuando están ebrios es cuando pintan mejor.
                       
            Y para Dryden “Los grandes ingenios están, con toda seguridad, estrechamente aliados con la locura”; pensamiento que Novalis retoma cuando sostiene: “El poeta está literalmente fuera de sí; mas en compensación, todo se realiza dentro de él. Es literalmente sujeto y objeto al propio tiempo, alma y universo.”…

            Volviendo a las mentes señeras de la Antigüedad, me vienen al espíritu las palabras de Demócrito referidas por Horacio no recuerdo exactamente dónde, en que afirmaba que “no existen poetas cuerdos en el Helicón”; mientras que, en De oratoria, Cicerón declara: “Pues a menudo he oído (según dicen que ha escrito Demócrito y Platón) que no puede existir ningún buen poeta sin entusiasmo y sin un cierto soplo de locura.”

            ¿Qué pensar de parejas aseveraciones rubricadas por algunas de las más conspicuas mentes de la humanidad?... A mi inexperto parecer, no obstante el poeta pueda dar la impresión de hablar como un enajenado, siempre hallaremos en él, según observa Charles Lamb, “una oculta cordura que lo guía aun en sus más descaminadas aberraciones.”.

            El delirio poético es entusiasmo; es el fuego que de repente hace hervir las palabras y confiere sentido al mundo y a las cosas, que están siendo observadas bajo la reveladora oscuridad del sentimiento. Desde esa penumbra en la que el ser palpita y se estremece, surge y se destaca la inasible silueta de una pura verdad insospechada. La poesía es visión que da fe de esa verdad oculta. Todo poeta es, por consiguiente, visionario. Ha nacido con el don de descubrir y despojar de los velos que la cubren la otra faz del universo; con el poder de penetrar en los hontanares del alma; con la virtud de sondear el abismo y llegar hasta el fondo del vacío donde teje sus hebras de viento, escarcha y astros el misterio… No conozco poeta que se haya adentrado en las entrañas de su propia creación para sacar a la luz el tema de la cualidad visionaria del auténtico lírico, como nuestro bardo mayor, Franklin Mieses Burgos.

            En Canción de los ojos que se fueron, poema de impoluta belleza y portentosa clarividencia metafísica, el aedo declara:

                       
                        Se me fueron los ojos por mirar la presencia
                        posible de las cosas que pasan como el río,
                        como el pájaro blanco de una luna sin alas,
                        como el cristal en donde se desnuda el silencio.
                        Desde niño se fueron…
                        y ahora tengo en la sangre
                        otros ojos que miran por encima del aire,
                        por encima de toda transparencia distante…

            ¿Acaso puede nadie expresarse con más deslumbradora lucidez?... En ejercicio de cristalina introspección lírica, Franklin Mieses Burgos sostiene que la mirada del poeta –vale decir, la suya-, es ajena y distinta a la que vuelca el hombre del común sobre la cotidiana realidad. Las pupilas del poeta no están en los ojos del rostro, ojos que sólo aciertan a posarse sobre la exterior superficie de los objetos, sino en la sangre, o sea, en los adentros, en los arcanos de la subjetividad, en las simas más hondas de la existencia, allí donde el Ser escancia su férvido latido, su prodigiosa historia de transcurrir sin tiempo. Esa mirada interior y extática  permite al aedo disipar la neblina de cuanto le rodea y divisar lo extraordinario, la maravilla que sólo la música y la imagen del lenguaje poético consiguen irradiar…       

                        Allí están mis ojos: los ojos de mi sangre,
                        los que miran tan solo por encima del aire,
                        por encima de toda transparencia distante;
                        los ojos que me dieron; que no fueron de carne;
                        allí están en la sangre
                        mirando el lado opuesto, la forma diferente,
                        el oculto sentido de la carne y la esencia;
                        porque todas las cosas tienen su doble sombra,
                        hasta la voz y el viento.

            La rotunda afirmación contenida en los dos versos con que remata el poema que estamos escoliando: “porque todas las cosas tienen su doble sombra/hasta la voz y el viento.”, cifra en una sugerente metáfora la radical convicción de que el mundo, desde la perspectiva de la mente racional, es por naturaleza enigmático y, a consecuencia de ello, fuente inagotable de estupor. Que todas las cosas tengan su doble sombra importa la enfática negación de la imagen unilateral, fragmentada y estrecha que la razón, en su cognitivo y abstracto despliegue simbólico, pretende -¡oh insufrible soberbia del intelecto!- entronizar.

            A veces el misterio que aflora en el verso es de tan sorprendente cariz que el propio poeta se admira de haber pronunciado las palabras que ha dicho. Como provienen ellas de la ignota región del alma que enlaza la existencia individual con el cosmos, con la superior heredad de lo que no caduca ni marchita, con el ancestral  canto del silencio de donde surge todo y a donde todo vuelve, la bruma de la extrañeza arropa el espíritu del bardo, quien de súbito siente que alguien, de difusos perfiles, desde dentro de su propio corazón desbocado pone en sus labios las voces del poema que escribe, dictado de la noche de los tiempos que el bardo copia y al copiar recobra -renovado, urgente, actual y limpio- el gesto creador de las profundidades de la Nada… Y, por descontado, el hombre de la calle no entiende lo que pasa y neciamente ríe. No obstante, aunque no alcance el poeta a descifrar todas las figuras del jeroglífico esquivo de su canto, aunque le inunde la perplejidad de sentir que es ajeno el vocablo que nace en su garganta, una cosa sí sabe él que a todos los demás escapa: la poesía le permite sembrar sobre el segundo voraz que encabritado fuga la inmarcesible rosa de lo eterno. La singular vivencia de extrañamiento y pasmo a que acabo de aludir es la que se explaya en el breve poema de radiante factura que Mieses Burgos titulara Canción del sembrador de voces:

                        Caminando al azar por los caminos,
                        por los muchos caminos distintos de la vida
voy tirando palabras desnudas en el viento,
                        como quien va tirando distraído,
semillas de naranjas sobre el agua de un río.

Son palabras dispersas, acaso sin sentido,
palabras misteriosas que afluyen a mi boca,
cuyo origen ignoro.
Algunas veces pienso que es otro quien las pone
sobre mis propios labios para que yo las diga.
Y yo las digo; pero, tan displicentemente,
como quien va tirando, distraído,
semillas de naranjas sobre el agua de un río.

La multitud que pasa me mira y se sonríe
y yo también sonrío; pero sé lo que piensa.

En cambio ella no sabe que yo estoy construyendo
Con esas simples voces salidas de mis labios,
La estatua de mí mismo sobre el tiempo.

            La entrañable experiencia que las estrofas transcritas recogen es, en cuanto puede conjeturarse, la misma que tenía en mente Paul Claudel cuando observaba: “es como si de pronto, desde afuera, soplara un hálito sobre nuestro dones latentes, y éstos quedaran iluminados y adquirieran eficacia, con lo que nuestra capacidad verbal se intensifica”; experiencia de idéntica especie, presumo, a la que Schelling se refirió cuando aseguraba que en el artista “los materiales de su obra le son dados sin que él, valga la expresión, intervenga, como si le vinieran de afuera.”

            En los versos insondables de Teoría de la visión profunda, nuestro ilustre coterráneo insiste en el poder de la palabra poética para humanizar y conocer la verdadera realidad que los sentidos son incapaces de aprehender porque, sea por comodidad, ignorancia o descuido, nos hemos acostumbrado a percibir apenas la yerma epidermis de las cosas.

                        Las palabras son anclas
                        clavadas en el suelo,
                        pájaros mutilados
                        que tienen un viajero
                        corazón de nube;
                        pero así como el nardo
                        tiene llena por dentro
                        su vida de una oculta
                        claridad madrugada,
                        así las demás cosas
                        también puede que tengan
sus vidas de una misma
 manera amanecidas.
No es posible una carne
sin sueños ni palabras,
sin angustia de voces,
sin corazón de lumbre
ni párpados de llanto.
Todo tiene, sin dudas,
que tener otra vida
por dentro de la cual
-y estremecida toda-
debe haber algún cielo
herido de canciones.
Es lógico pensar
que a espaldas de la luz
clara de las estrellas
ningún hombre ha podido
vislumbrar su camino
en la noche profunda,
y es que olvidamos siempre
-inexplicablemente-
Que la piedra es la infancia
remota del silencio,
y que el agua no es más
que el discurrir del tiempo.
Únicamente vemos
lo externo de las cosas;
jamás nos incluimos
para escuchar la simple
verdad que se nos muestra
desnuda desde el suelo.
Si la rosa miramos,
no vemos que la rosa
es solamente un trino
de pétalos clavados
sobre la vertical
resignación de un tallo.
Nuestra visión se queda
tan solo en los colores,
sin ver jamás el verde
color de las pisadas
del viento que retoza
desnudo entre las hojas.

             El poeta nuevamente abraza la idea de que algo sustancial se oculta tras las formas que percibimos, pues “todo tiene, sin dudas,/que tener otra vida/ por dentro de la cual/-y estremecida toda-/debe haber algún cielo/ herido de canciones.” Mas semejante latitud espiritual esquiva a quienes se muestran incapaces de acompañar al cantor en su audaz singladura visionaria. El hombre del común, aquejado de estética miopía y ontológico astigmatismo, no advierte que la musicalidad e icónica andadura del poema constituyen la única vía para acceder a la estación del alma donde adquiere la realidad endógena coherencia y suéldanse en la unidad del existir los pedazos dispersos del rompecabezas del universo que el pensamiento discursivo inútilmente, luego de desquiciarlos y confundirlos, se empeña, mediante la teoría, en ensamblar. Sin la antorcha del canto no hay manera de conquistar la cima. De ahí que el poeta declare: “Es lógico pensar/que a espaldas de la luz/clara de las estrellas/ningún hombre ha podido/vislumbrar su camino/en la noche profunda”; y esto es así porque “Únicamente vemos/lo externo de las cosas;/jamás nos incluimos/para escuchar la simple verdad/que se nos muestra/desnuda desde el suelo.”

            El lenguaje conceptual, cognitivo o pragmático es objetivizador; establece una ineludible distancia, una separación inevitable entre el contemplador y lo contemplado. La transitividad del signo cosifica, convierte cuanto nombra en lo otro, lo ajeno, lo distinto al hablante, lo extraño a la mente que piensa…Mas ocurre que no podemos entender en un sentido existencial y humano sino aquello que comparte nuestra misma naturaleza, aquello que, dando la impresión de estar fuera, está dentro del yo. Lo que el poeta hace es traslucir esa esencial paradoja de la vida consciente; toda su elocuencia y retóricos ademanes responden a la necesidad de conferir a la intuición emocional de que la pluralidad es lo uno la posibilidad de emerger en el cuerpo yerto de la palabra para hacerla resucitar. El poeta habla incluyéndose siempre en lo que dice, adopta una actitud subjetiva, esto es, se propone derramar en los vocablos que utiliza la sustancia, acrisolada por el espíritu, de su propia existencia…

            El científico conoce; el poeta sabe. La belleza que crea cuando crea el poema es su modo de aprehender supremas verdades íntimas. A parejas verdades no se arriba mediante la teoría o la verificación empírica ni tampoco recurriendo al expediente del sentido común a que remiten las voces familiares del idioma que hablamos… No, porque  -con profético aliento nos lo aclara en Demonio de ceniza-:

                        Saber no es repetir
                        únicamente el nombre terrestre de las cosas;
                        tampoco es recoger como un mendigo el eco
                        caído de otras voces,
                        ni cosechar en huerto de ajena sementera
                        una escuálida fruta en donde lo infecundo
                        fermenta su amargura;
                        saber es sepultar un nombre en lo más hondo,
                        tal vez si una palabra de amor únicamente.
                        Porque en verdad, saber
                        es tan solo el pensar de un dios desmemoriado
                        que tiene que inventarse continuamente el mundo.

            Y culmina el poema con cuatro versos lapidarios de viso premonitorio y telúrica profundidad:

                        nada vale en la tierra
si no ha sido amasado con nuestra propia sangre,
nada es útil al hombre
si no sale de él por la piedad o el llanto.

            Todo comentario está de más. ¿Qué necia pluma se atrevería a empañar el reluciente lirismo del poeta con los aditamentos superfluos de una paráfrasis pecadora? ¿No es acaso obvio lo que en los citados pasajes, asistido de imágenes nobles y gloriosas, el bardo puntualiza? ¿No está acaso allí formulada la misión del poeta: transfigurar los vocablos en relumbrantes seres prodigiosos, insuflándoles el entrañable soplo de la existencia previamente destilada en el alambique milagroso del sueño y la ilusión?  La idea de platónica filiación de un “dios desmemoriado” que fuerza al poeta a inventar el mundo a cada instante, ¿no hace inconfundible alusión al principio rector de la poiesis: dotar a la palabra, aquejada del olvido de Dios, de la virtud de alumbrar un universo propio, nuevo, más intensamente genuino, verosímil y seductor que el que existía antes de que el canto, con suspiro de nube y aleteo de lunas impasibles, alzase el vuelo?

            El poder sapiencial de la poesía deriva de la fascinación que ejerce en nuestro espíritu una voz rotundamente hermosa que apunta al intelecto a través del sentir. En el espacio encantado del poema, la emoción conlleva siempre un significado irrecusable; la palabra poética trasmite un sentimiento que, al ser contemplado, abre a la inteligencia inéditos horizontes hacia donde volcar su insaciable apetito de insumisas verdades. La facultad de revelación que acusa el lenguaje de la poesía entronca con la posibilidad de manifestar, sensible y emocionalmente, el esplendor del misterio ontológico que la intuición del poeta ha logrado vislumbrar, luego de sumergirse en los más remotos parajes del propio corazón.

            No es otro el tema que Franklin Mieses Burgos desarrolla en el pasaje del inspirado poema Monólogo del hombre interior  que a seguidas transcribo:

                        Pensar -¡oh, sí!-: pensar. Pensar es encender
                        una lumbre por dentro con la cual el misterio
                        no acierta a revelarse desnudo a nuestros ojos
                        por no ser suficiente la lámpara que alzamos.
                        Sentir es diferente; porque sintiendo hallamos
                        su rostro en las tinieblas;
                        el rostro jubiloso de aquel a quien no puede
                        nuestra mente explicarse,
                        porque no es propiamente al humano concepto
                        de sonido o silencio que responde su nombre,
                        sino al de una verdad sentida interiormente.

            Semejante verdad, al menos en la vivencia que tan soberbia composición trasunta, es la de que, por un lado, el misterio es refractario al pensamiento y sólo al sentimiento se descubre; y, por el otro, que la eternidad o Dios o el paraíso existen ciertamente, pero al  lado opuesto del país del tiempo en que moran los hombres; y es una eternidad que prolonga su ausencia, indiferente a nuestras alegrías y tribulaciones:

                        Pero afuera, en la noche, más allá del humano
                        valor de los conceptos temporales del hombre
                        está el árbol eterno, por siempre floreciendo;
                        está el árbol oculto a la visión de éste,
                        igual que una ciudad detrás de una montaña:
                        ajeno a la alegría como al dolor más hondo:
                        neutro para el destino terreno de la especie;
                        desvinculado en todo lo que el cerebro piensa
                        a través de su torpe, limitado pensar;
                        sin oído ni voz; indiferente
                        a nuestro problemático existir;
                        magnífico y sereno
                        en su obstinada ausencia.

            En orden a dar cabal y minuciosa cuenta del talante visionario de la más granada  poesía y corroborar esa su irresistible propensión a sumergir al lector en nocturnas regiones misteriosas, tomando atajos vivenciales vedados al discurso declarativo de las ideas y la lógica; abocados a empresa de parejo tenor, reitero, sería ocupación acaso no tediosa pero sí, en cambio, dilatada en exceso proseguir ilustrando asunto de tanta monta y entidad con ejemplos sacados de las páginas inmortales de Franklin Mieses Burgos.

            Pondré entonces fin a las cavilaciones que sobre el lenguaje poético estas misericordiosas cuartillas han soportado, trayendo a colación y comentando el justamente célebre poema del patriarca de la Poesía Sorprendida intitulado  Esta canción estaba tirada por el suelo. La espléndida creación dice así:

                        Esta canción estaba tirada por el suelo
                        como una hoja muerta sin palabras.
La hallaron unos hombres que luego me la dieron
porque tuvieron miedo de aprender a cantarla.
Yo entonces ignoraba que también las canciones,
como las hojas muertas caían de los árboles,
no sabía que la luna se enredaba
en las ramas que sueñan bajo el agua,
ni que comían los peces
pedacitos de estrellas
en el silencio de las noches claras.
Yo entonces ignoraba muchas cosas iguales
que eran todas posibles en las tierra del viento,
en donde la leyenda no es una hierba mala crecida en las riberas,
sino un árbol de voces
con las cuales dialogan
las sombras y las piedras.

Yo entonces ignoraba muchas cosas iguales
cuando aún no era mía
esta canción que estaba tirada por el suelo,
como una hoja muerta sin palabras.

Pero ahora ya sé de las formas distintas
que preceden al ojo de la carne que mira.
Y hasta puedo decir por qué caen de rodillas,
en las ojeras largas
que circundan la noche,
las diluidas sombras de los pájaros.

            Este poema de perfiles definitivos una vez más desarrolla, en cristalinas y descalzas estrofas, la medular cuestión que nos ocupa: el poder de videncia que otorga la palabra poética. Trátase, pues, como en las composiciones antes citadas que exhumara del opimo venero lírico de Mieses Burgos, de un poema que hace objeto de meditación a la propia poesía. No obstante la densa y ricamente fantasiosa metamorfosis que sufren los significados primarios de los vocablos, en punto a gestar un universo hechizado uncido a la soberanía del número y la imagen, la paráfrasis de su núcleo de ideas, de su contenido –como solíamos decir en nuestra preceptiva escolar- en modo alguno ofrece dificultad…El  esqueleto conceptual del poema podría ser condensado en dos o tres pensamientos triviales: según nuestro bardo la poesía es un fenómeno natural porque brota del lenguaje, de la palabra, como de la semilla el árbol o de la roca el manantial. En este sentido, en razón de que hablamos, todos los seres humanos somos potencialmente poetas. Mas cada cual ha de descubrir por cuenta propia el secreto jugoso que encierra el habla. Quien lo descubre se convierte en cantor, o sea, en adivino, en iluminado, en criatura sagrada ungida con el don de contemplar el ser tras las apariencias; quien, pasto de la desidia o del miedo,- como suele acaecer con el común de los mortales-, no lo descubre, dejará que la poesía que cifra el coloquial lenguaje ruede “por el suelo/como una hoja muerta sin palabras”. Empero, lo que acabo de glosar no pasa de ser la vacía red del pensamiento; para que la misma se trasmute en poema debe ser lanzada al mar y luego extraída del insondable reino de Poseidón con abultada cosecha de peces fulgurantes. Es, justamente, lo que hace Franklin Miese Burgos. Porque, bien lo sabemos (y es famosa la anécdota de Mallarmé aleccionando a Dégas), aunque contiene ideas, no se construye la poesía con ideas sino con palabras…, palabras que en el poema de marras han sido cuidadosamente seleccionadas para generar una visión empapada de misterio, envuelta en melancólicas gasas crepusculares. Las imágenes tomadas de la naturaleza campestre (agua, ramas, luna, silencio, estrellas, piedras, riberas, sombras) al irse articulando unas con otras dentro del cauce inexorablemente melodioso del verso, merced al sesgo nocturnal, simbólico e intimista del cuadro que se nos propone, no concitan un panorama bucólico, como sería lícito esperar de los encantadores decorados, de ordinario un tanto artificiosos, de la égloga, sino que nos obligan a penetrar en un dominio de espectrales formas y contornos vagos, un extraño y recóndito paraje al que sólo lograremos acceder si, abismándonos en nosotros mismos, recalamos sobre las playas iridiscentes del asombro.

            Es notable en Franklin Mieses Burgos esa vocación metafísica que, casi hasta los extremos de la obsesión, le empuja a otear tras la epidermis engañosa de lo que denominamos “realidad”, tras la opacidad material de las cosas y objetos, las esencias –suprema belleza- que a los ojos del común permanecen por siempre mudas e indescifrables.

            En las dos últimas estrofas de la soberbia composición que estamos comentando, el vate nos confirma estar en posesión de esa facultad superior que le permite hospedar, como en casa propia, en los inescrutables aposentos del enigma:

                        Pero ahora ya sé de las formas distintas
                        que preceden al ojo
                        de la carne que mira.
                        Y hasta puedo decir por qué caen de rodillas
                        en las ojeras largas que circundan la noche,
                        las diluidas sombras de los pájaros.

            El poeta sabe porque ha visto… ¿Seremos nosotros capaces de ver lo que él nos muestra?  Tal es el desafío de la gran poesía, la de ayer, la de hoy, la de siempre.

                                                         León David


APÉNDICE BIBLIOGRÁFICO


            Las ideas expuestas en este ensayo nada tienen de originales. No pocos textos me vi forzado a consultar para llevar a buen puerto la encomienda del presente escrito. Sin embargo, el lector que desee allegarse a mis fuentes deberá acudir a seis obras fundamentales de las que extraje el grueso de los conceptos ofrecidos en las páginas que anteceden; conceptos a veces reinterpretados, pero a menudo vertidos  casi literalmente con muy leves variantes de estilo o expresión.

            He aquí los libros a que me refiero:

            Jacques Maritain, La poesía y el arte, EMECE EDITORRES, S. A., Buenos Aires, Argentina, 1955.

            Jacobo Kogan, El lenguaje del arte, Editorial Paidos, Buenos Aires, Argentina, 1965.

            Jacobo Kogan, Temas de Filosofía, editorial Biblos, Buenos Aires, Argentina, 1996.

            Jacobo Kogan, Filosofía de la imaginación, Ediciones Paidos, Buenos Aires, Argentina, 1986.

            José García Leal, Filosofía del arte, Editorial Síntesis, Madrid, España.

            Elena Olivares, Estética, Ariel, Buenos Aires, Argentina, 2005.