miércoles, 20 de octubre de 2010

DIVAGACIONES EN TORNO A LA IDENTIDAD, EL MULTICULTURALISMO Y LA LITERATURA


            Setecientos años atrás poco más o menos el tierno autor de Los milagros de Nuestra Señora escribió con “sílabas contadas” cierta estrofa que no por haber sido citada en incontables ocasiones por críticos e historiadores de la literatura dejaré de transcribir una vez más para regalo del oído sensible a las arcaicas felicidades de aquella voz cordial cuya sinceridad aún nos estremece: “Quiero fer una prosa en román paladino,/ en el cual suele el pueblo fablar a su vecino,/ ca no son tan letrado por fer otro latino,/ bien valdrá, como creo, un vaso de bon vino.”. Estos suculentos versos en cuaderna vía del clérigo de la Rioja Gonzalo de Berceo, límpido poeta, el primero de nombre conocido en los solares del idioma castellano, si algo revelan es que para el siglo XIII, fecha en que fueron compuestos en la tierra dura y fría donde el severo monasterio de San Millán de Suso se levanta, el latín había sido enteramente desplazado del habla cotidiana, sustituido por un nuevo, vigoroso y aguerrido romance. A esos aldeanos rudos, de modales zahareños, que habitan en peligrosa zona fronteriza donde sólo se sobrevive al precio de escaramuzas y contiendas, (territorio que al llenarse de fortificaciones o castillos de piedra no tardaría en ser conocido con el nombre de Castilla), al alma de esos arrogantes labriegos, repito, más hechos a los desapacibles usos de la espada que al íntimo recogimiento del claustro monacal, el candoroso poeta de la Virgen y de Santa Oria procuraba acercarse con su devoto canto... Parejo propósito de ser comprendido por el hombre llano –de cuyos tatarabuelos, vale la pena recordarlo, los romanos se mofaban a causa de que jamás supieron hablar el latín correctamente-, es el que, si no me pago de vanas apariencias, mueve a Gonzalo de Berceo, hombre al que Menéndez Pelayo no duda en calificar de docto,  a escribir sus poemas hagiográficos en la única lengua en que a la sazón la gente del común rezaba y maldecía, el castellano, en lugar de emprender su innovadora aventura lírica en un latín osificado que, para esa época, en el mejor de los casos, apenas servía a bizantinos debates de un puñado de escolásticos pretenciosos.
            Alentado por el ejemplo del simpático clérigo de San Millán de la Cogolla, daré inicio a mis divagaciones en torno a la identidad solicitando a quienes a esta prosa desenfadada se arrimen me disculpen, como antaño se disculpaba el poeta aludido, por no ser yo tampoco lo bastante letrado para abordar el intrincado tema a cuyo escrutinio me he comprometido como no sea acudiendo a los favores de un discurso mondo y lirondo, esto es, al román paladino en el que hoy, igual que ayer, “suele el pueblo fablar a su vecino.”.
            Dificulto no suene este introito exculpatorio a captatio benevolentiae, a mero subterfugio de retórico jaez con el que, poniendo la venda antes que la herida, lograr no se me recrimine por imponerme elucidar con reprobable audacia una cuestión para cuyos desafíos es notorio que no poseo la competencia requerida.
            Quien en el ejercicio de un derecho que no tengo la intención de recusar de esa suerte opine, aunque se equivoca, que lo haga... Por mi parte, añadiré en lo que a este punto concierne, dando así remate a las consideraciones preliminares que hasta ahora me han tenido ocupado, que un lenguaje natural y transparente que huya de la jerga técnica del especialista tanto como del tono doctoral de académica estirpe, no excluye -¿por qué habría de hacerlo?- la posibilidad de calar hondo en el pensamiento; y, por descontado, de contrapuesto modo, se me hace verdad no sujeta a discusión que el estudio de sesuda estampa, plagado de amenazadores vocablos de exótico viso, no por acogerse a tan sofisticado atuendo verbal será siempre capaz de recompensarnos, luego de habernos sometido a la mortificación de laborioso desciframiento, con ideas sustanciosas e inéditas interpretaciones... En todo caso, juzgo preferible ser acusado de desaliño estilístico o hasta de penuria elocutiva, que incriminado por cometer el delito de expresar de modo turbio y presuntuoso lo que pudo ser dicho con claridad y sencillos modales... Declarado lo cual haré gracia de más digresiones a quienes hasta aquí han consentido acompañarme y entraré en materia.
            Por lo que atañe a la identidad tengo copia de razones para pensar que con semejante noción ocurre algo similar a lo que el conspicuo obispo de Hipona nos cuenta le sucedía con el concepto de ‘tiempo’; y era que –espero la memoria no me deje en la estacada- cuando en situaciones de la vida ordinaria hacía uso del vocablo ‘tiempo’, perfectamente sabía Agustín, mente lúcida y apasionada si las hubo, de lo que estaba hablando; mas si le preguntaban qué era el tiempo y se ponía a meditar sobre lo que esa palabra designaba, el asunto tomaba otro cariz, y la idea, que antes daba la impresión de apuntar a algo evidente y accesible, hela ahora de súbito convertida en tormento del espíritu y motivo de embarazo y perplejidad.
            Reflexionando sobre el mismo tema la esclarecida pluma de Paul Valery nos asegura en alguno de sus imprescindibles e injustamente preteridos ensayos que “se ha reparado seguramente en el hecho curioso de que tal palabra, que es perfectamente clara cuando se la oye o se la emplea en el lenguaje corriente, y que no da lugar a ninguna dificultad cuando está metida en el curso rápido de una frase ordinaria, se vuelve mágicamente incómoda, introduce una resistencia extraña, desbarata todos los esfuerzos de definición en cuanto se la retira de circulación para examinarla aparte, y se le busaca un sentido después de haberla sustraído a su función momentánea.”.
            Las perspicaces observaciones de Agustín y Valery que he insistido en traer a colación, lejos de reputarlas ociosas, se me antojan pertinentes y hasta ineludibles en razón de que, al menos en lo que a mí respecta, la voz ‘identidad’, de tan llevadero trato y familiar talante en los días que corren, no bien me impongo la tarea de escudriñar su significado, se me vuelve enigmática, equívoca, perturbadora.
            ¿A qué intentamos referirnos cuando, en la hodierna conversación, sacamos a orear el término identidad? ¿Entendemos todos lo mismo al escuchar o pronunciar esa palabra? ¿Cuál es el valor, importancia y alcance de la identidad? ¿Qué hace que nos aficionemos a ella? ¿Es la identidad algo que en verdad somos, o algo que nos imaginamos ser?, ¿acaso ambas cosas? ¿De dónde y por qué el casi obsesivo interés que el grueso de la intelectualidad de algunos países arroga al llamado problema de la identidad? ¿Cuándo, cómo y por qué la identidad –no importa cuál sea la realidad que esa expresión denote- se convierte en un problema?
            Sobre las inquietudes harto comprobadas que estas preguntas revelan rodará mi discurso a partir de ahora, aun cuando sin ánimo de responderlas todas o de hacerlo por modo metódico y exhaustivo.
            Para comenzar y no perder la costumbre, otra digresión: me asalta la sospecha de que el arduo empeño de desvelar los secretos de la identidad acaso pudiera ser de índole no muy diferente del declarado propósito de ciertos escritores que se afanaban por lucir modernos, punto sobre el que finamente ironizaba Jorge Luis Borges cuando, reconociendo su ingenuo error de juventud compartido por casi todos los autores de la vanguardia de los años veinte, estampara en el breve prólogo fechado en 1965 a una nueva edición de su temprano poemario Luna de enfrente, publicado cuatro décadas atrás, el siguiente juicio, en su pluma tan proclive a un estilo de incredulidad y vacilaciones, inusualmente apodíctico: “Hacia 1905, Hermann Bahr decidió: ‘El único deber, ser moderno’. Veintitantos años después, yo me impuse también esa obligación del todo superflua. Ser moderno es ser contemporáneo, ser actual: todos fatalmente lo somos. Nadie –fuera de cierto aventurero que soñó Wells- ha descubierto el arte de vivir en el futuro o en el pasado. No hay obra que no sea de su tiempo...” Y algo después, cosa de completar la risueña palinodia, añadía: “Olvidadizo de que ya lo era, quise también ser argentino.”.
            ¿Sucederá lo mismo con la erudita jauría de sabuesos que corren a la husma de la identidad? ¿Es desatino colegir de los barriles de tinta que en nuestras naciones hispanas pareja cuestión hace derramar, un sentimiento de carencia o, tal vez, de pérdida que nos fuerza a buscar algo que ya somos, que no podemos dejar de ser?... Probablemente me equivoque, pero mi ignorancia me apremia a conjeturar que ningún ser humano o grupo social que no sufran de incurable amnesia pueden existir sin identidad; tanto vale postular la posibilidad de un sólido que expuesto a la luz no proyecte sombra, o de un rostro al que el espejo no devuelva su propia imagen. Y si poseemos identidad, entonces ¿a qué tanto alboroto?
            Quizás incurra en infundada suspicacia, mas no consigo sustraerme a la idea de que en la agenda de las elites ilustradas de las naciones de pujante economía, vigoroso desarrollo científico-tecnológico, claras y aceptadas normas de convivencia y firmes instituciones, el tema de la identidad –para nosotros poco menos que ineluctable- no parece ocupar lugar preeminente, ni mucho menos dar pábulo a crisis o angustias existenciales de ningún tipo... lo que me hace barruntar que –concediendo que no se trata de mera moda intelectual- la preocupación por la identidad que a los estudiosos de los países de América Latina abruma y obnubila, la fascinación que esta ejerce, acaso no sea ajena al hecho de que nos sentimos humillados, rebajados, inferiores, porque perteneciendo a la cultura de Occidente, la cual no deja espacio para que nada subsista fuera de su modernidad de tecnológica urdimbre, sólo participamos de ella de modo ancilar y, por decirlo así, parasitario. Vivimos materialmente de esa cultura, pero poco o nada contribuimos a su adelanto, orientación o desarrollo... Que para los pueblos de procedencia hispana, de parva incidencia en los destinos del planeta pese a sumar millones en las estadísticas demográficas, la cuestión de la identidad esté a la orden del día es cosa que, convengamos en ello, hace aflorar al espíritu la presunción de que tal vez el desasosiego no exento de beligerancia que la consideración de la identidad suscita en el analista criollo responda a un mecanismo compensatorio que consistiría en oponer a nuestra innegable debilidad en el plano crucial de la creatividad económica, política, científica y tecnológica, oponer, digo, a tal flaqueza virtudes de autoctonía cultural reales o imaginarias que la contrarrestarían.
            Sea lo que fuere, hay algo sobre lo que no creo pueda prosperar la discrepancia: la identidad remite a lo peculiar y propio, a lo idiosincrásico. Tropezamos así con que, al amparo de la irreprochable noción de cultura pudiese medrar el fetichismo de la diferencia, esto es, la propensión a convertir lo singular, lo particular, en un absoluto para, en nombre de ello, proclamar la imposibilidad de todo parentesco o comunidad de naturaleza y cultura entre los hombres. La idolatría de la identidad cultural –y toda idolatría es peligrosa- endosa la lógica de la separación, divide a la humanidad en compartimentos estancos, en ámbitos clausurados, en entidades colectivas refractarias a toda influencia que insinúe horizontes ajenos a la visión del mundo en la que el idólatra, con gesto defensivo, se recluye. El dogma de la identidad cultural –lo perciban o no quienes se complacen en promoverlo- fácilmente se atrinchera en los bastiones de la intolerancia, habida cuenta de que parte del supuesto erigido en axioma no sujeto a discusión, de que lo que encarece y dignifica a una cultura es aquello que esta no puede compartir con las demás, a saber, la singularidad de sus atavismos, costumbres y tradiciones. Parejo endiosamiento de lo específico, único e irrepetible, termina por negar la posibilidad del ser humano de trascender los límites estrechos de su época y nación, excluye o rechaza esa “aptitud para desbordarse más allá de la sociedad y de la historia” que las mentes más preclaras de todos los tiempos y latitudes han esgrimido como la verdadera esencia de lo humano, cualesquiera que fueran el lugar y la época en que a los individuos les tocara nacer...
            El 31 de enero de 1827 Goethe, conversando con Eckermann, le confiaba que estaba leyendo una novela china, y que lo que más le sorprendió era que en vez de hallarla exótica, ajena, extraña, sintió que lo que en ella se narraba le era familiar. Reproduzcamos sus palabras: “los hombres que pasan por sus páginas piensan, obran y sienten poco más o menos lo mismo que nosotros, y no tardamos en considerarlos como nuestros iguales.”.
Y adunaba luego, a modo de conclusión: “Cada vez veo más claro que la poesía es patrimonio común de la humanidad y que en todos los lugares y en todos los tiempos se manifiesta en centenares y centenares de individuos.”.
            El texto que acabo de citar vincula a Goethe directamente con el ideal de las luces, ideal que como ha sido en innumerables ocasiones explicado apuesta a la preeminencia de la razón humana, descansa en la certidumbre de que existen ciertos valores universales: libertad, justicia, verdad, belleza; alienta la fe de que el hombre es capaz de decidir conscientemente su destino y de que el individuo es el eje de la sociedad y de las naciones, se apega, en suma, a la convicción de que la Humanidad es, al cabo y a la postre, una sola aunque puedan ser muchos y variopintos los estilos de vida y las costumbres.
            En resolución, aunque arraigados a un suelo, formados dentro de valores y costumbres propios de un grupo o sector social, engalgados en una época, pueden los hombres a pesar de todo romper las cadenas que le sujetan a la fatalidad de los particularismos y manumitirse de la inexorable presión del pasado, que exige, a toda costa, mediante la repetición ritualista de ciertas prácticas y ademanes, prolongarse.
            Si el individuo puede escapar a los constreñimientos que la historia le impone, escabullirse a las restricciones que el medio social establece, entonces debe hacerlo. ¿No reputamos acaso por valiosos en extremo sólo aquellas obras del espíritu humano que no pueden ser completamente explicadas por la pregunta ¿cuándo?, o la pregunta ¿dónde?
            Pedro Henríquez Ureña, nuestro ilustre coterráneo a quien tanto veneramos sin leerlo, nos alertaba en su nunca más actual indagación sobre la expresión americana que “Todo aislamiento es ilusorio.”, y luego de recordarnos que “”nuestros propios orientadores fueron, en momento oportuno, europeizantes”, sostenía: “tenemos derecho a tomar de Europa todo lo que nos plazca: tenemos derecho a todos los beneficios de la cultura occidental.”.
            Empero, habiendo traído al terreno de esta reflexión asaz deshilvanada y caprichosa el pensamiento de nuestro máximo humanista, caigo en cuenta de que una aclaración con urgencia se impone: cuando Henríquez Ureña, en una serie de inquisiciones no por sumarias menos luminosas ni profundas, discurre con la admirable precisión y sobria elegancia que le son características en torno a las vicisitudes de nuestra expresión, o sea, de la expresión americana, lo que tiene en mira –a nadie cogerá de nuevas- es exactamente la misma cuestión que motiva estos renglones, el problema de la identidad; sólo que, en la época en que el maestro dominicano daba a la estampa sus geniales atisbos, no cursaba la moda de ciertos terminajos, enfoques y estrategias discursivas, que la sequedad académica, en su esfuerzo por lucir aires de científica objetividad, puso después en circulación en menoscabo del señorío expresivo y la feliz aprehensión de la intuición en la palabra.
            Así pues, no perdamos de vista que –si bien ciñéndose al ámbito de la literatura- el asunto que nos concierne hace ya bastantes décadas que fue, si no agotado, planteado al menos con proficua lucidez por el gran don Pedro; y argüiría escasa sensatez de nuestra parte echar en saco roto su enseñanza. Esta se compendia acaso mejor que en ninguna otra página gestada por su pluma en el texto que, porque no tiene desperdicio, a seguidas me dispongo a citar: “Mi hilo conductor ha sido pensar que no hay secreto de la expresión sino uno: trabajarla hondamente, esforzarse en hacerla pura, bajando hasta la raíz de las cosas que queremos decir: afinar, definir, con ansia de perfección.
            “El ansia de perfección es la única norma. Contentándonos con usar el ajeno hallazgo, del extranjero o del compatriota, nunca comunicaremos la revelación íntima, las desvirtuaremos ante el oyente y le parecerán cosa vulgar. Pero cuando se ha alcanzado la expresión firme de una intuición artística, va en ella, no sólo el sentido universal, sino la esencia del espíritu que la poseyó y el sabor de la tierra de que se ha nutrido.”.
            Empero, si a lo que mis ojos contemplan doy crédito, en la actualidad el problema de la propia expresión o, cual hogaño preferimos decir, de la identidad colectiva, lejos de plantearse, como sabiamente hacía Pedro Henríquez Ureña, en términos de conciliación entre lo idiosincrásico y lo universal –conciliación de la que la magna obra de arte ofrece irrecusable testimonio-, se nos presenta desde la susceptible esfera de la conducta ético-política, bajo la ingrata fórmula de heterogeneidades culturales incompatibles. Herederos del irracionalismo romántico que en el siglo XIX fomentaran un Herder, un De Maistre y hasta, ¡válgame Dios!, el mismísimo Hegel, hoy los discípulos de estos célebres forjadores del ideal místico del Volksgeist (alma de la nación), renovando el lenguaje pero no la concepción, emplean otros términos extraídos de las ciencias sociales y la antropología, las categorías de multiculturalismo e identidad cultural, para romper lanzas a favor del criterio de que todas las culturas están en el mismo nivel, que cada una de ellas debe ser medida de acuerdo a sus propios valores, de que por encima del individuo está el grupo, de donde se deriva que la esencia de cada integrante de la sociedad tan sólo se manifiesta en su capacidad para actualizar y conservar el legado de las tradiciones, costumbres, modos de pensar y sentir y estilos de vida atávicos.
            Pareja postura existencial, de ello estoy muy cierto, se acoge a criterios que arraigan en los antípodas de las convicciones y postulados de la civilización de Occidente, para la cual no es el grupo sino el individuo, su dignidad, su derecho a la libertad, la justicia y la felicidad lo que, contra viento y marea, es preciso defender... Así las cosas, más fácil resultará fabricar un cubo redondo que armonizar culturas cuyos principios fundamentales, aquellos que las personas definen como más sagrados e inviolables, discrepen. El ideal multiculturalista, salvo en su desleída e inocua versión turística, superficial y folclórica, es insostenible. Porque no puede haber concierto social sin normas fundamentales comunes. Por lo que toca al punto decisivo de la convivencia, cabe concluir que lo único que puede haber –y, en efecto, contemplamos- son sociedades en que viven, sometiéndose con repugnancia y resquemor a las normas de la mayoría, grupos que aspiran a otro orden fundamental, que, apenas sientan tienen la oportunidad de voltear la sartén, no dejarán de hacerlo.
            No obstante, tengo por cosa averiguada que las afirmaciones que anteceden en nada desmienten la tesis de Pedro Henríquez Ureña a la que tuve ocasión de referirme... El hecho de que el desiderátum individualista de libertad, tolerancia y democracia entre inevitablemente en conflicto con prácticas culturales ofensivas a la conciencia moral del occidental contemporáneo, prácticas que sólo refrendan la autoridad de la tradición y el dogma, no debe hacernos olvidar que es posible y deseable registrar mediante las más gloriosas creaciones literarias y artísticas los singulares perfiles de un pueblo, de una tierra, de una histórica circunstancia.
            En su poema El haiatiano, Domingo Moreno Jimenes no se contenta con trazar magistralmente la imagen de ese sufrido emigrante del vecino país visto por el dominicano, es decir, un tema harto ceñido a nuestro entorno social y cultural que jamás podría ser desarrollado por un alemán o un sueco, sino que la vivencia, en alas de lírica intuición, nos hace recorrer un camino que va de lo superficial a lo profundo, de lo aparente a lo esencial, de lo típico a lo universal, de lo efímero a lo permanente... Comienza con sobrias y atinadas palabras a describirnos al haitiano desde la perspectiva de los más ostensibles hábitos que le caracterizan: “Este haitiano que todos los días / hace lumbre en mi cuarto / y me llena las fosas nasales de humo; / este haitiano / que no puede prescindir de la cuaba, /  y prefiere tabaco del fuerte / y aguardiente del malo,... Cuaba, humo, aguardiente malo, tabaco, ya está definido el haitiano a partir de la pintura del ambiente, desde los elementos particulares, únicos, del escenario. Asciende entonces el poeta otro peldaño, y nos hace palpar el temple ético de ese anónimo ser humano, su auténtica y más profunda urdimbre espiritual: “es bueno a su modo, / y a su modo rico, / y a su modo pobre”, para, de inmediato, de este no por ambiguo y paradójico menos certero retrato íntimo de la condición axiológica del haitiano, saltar al plano de lo general mediante la visión de raigambre evangélica de que lo ínfimo es lo que en verdad importa. Adopta el verso ahora  entonación profética, majestuosa andadura y exaltación solemne: “¡Benditos los seres que maltrata el hombre! / ¡Bienaventuradas las cosas humildes / que se yerguen siempre sobre el polvo frío de todas las cosas!”...
            Desde lo específico y ordinario logró Moreno Jimenes elevarnos hasta la cumbre luminosa de lo que es válido para todos y para siempre... Alquimia maravillosa de la belleza. Allí y sólo allí podremos asir, aunque apenas sea durante un instante prodigioso, nuestra elusiva identidad.

            NOTA: Los conceptos sobre identidad cultural y multiculturalismo que en este escrito aparecen recogen el pensamiento de dos autores: Félix Martínez Bonati y Alain Finkielkraut  

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