miércoles, 20 de octubre de 2010

NELSON JULIO MINAYA O LOS ARDUOS PRIMORES DE LA CRITICA


A pesar de las opiniones – copiosas y autorizadas – de que estaríamos viviendo en una supuesta Edad de Oro de la crítica, no he tropezado aún con evidencias que me hagan variar la convicción de que el género del ensayo exegético constituye, en los días que corren, desacostumbrada anomalía.

Basta, en efecto, otorgar desaprensiva ojeada a la montaña de obras que se nos proponen bajo la denominación de “crítica literaria” o “crítica de arte”, para que, ipso facto, reparemos que, en su casi totalidad, la mentada caterva de textos, por más que exhiba analítico atuendo y sesgo controversial, lejos está de observar los requerimientos mínimos que la exigente dignidad y venerable tradición de la ensayística reclaman.

Una cosa es abordar el examen de materias de estético linaje desde la perspectiva cautelosa y a veces mojigata del teórico, del especialista o del preceptor, y otra muy diferente emprender dicha tarea con arrojado enfoque de ensayista. Pues el ensayo auténtico (esto es, el que no está dispuesto a renunciar a sus bizarros títulos de género que combina armoniosamente la nobleza y atildamiento de la expresión con la enjundia  y lucidez del pensamiento), el ensayo de buena ley, insisto, demanda de sus cultivadores la rara, la excepcional facultad de fundir en un solo carácter, con sazonada plenitud creadora, dos virtudes que suelen florecer en huertas separadas: el talento artístico y la vocación filosófica.

Huérfana de substancia la prosa del artista de la palabra se enrumbará sin remedio hacia los evanescentes litorales del poema; o degenerará en lúdica verbal, en ingeniosas, cuando no extravagantes, acrobacias lingüísticas. Por su parte, ayuno de los primores del decir, el escolio erudito, más temprano que tarde, perderá de vista su esencial cometido (arrimar al lector al espíritu del texto investigado) y se tornará árida e ingrata prospección en la que echaremos de menos, apenas abramos la tapa del fatigoso volumen, ese discernimiento entrañable que sólo la instintiva sutileza de una escritura sensible y acendrada es capaz de fundar.

Sin lugar a dudas, en los anchos predios del discurrir, es la del ensayo – junto con la forma dialogal, que la incuria contemporánea ha preterido injustamente –, la más encumbrada, estimulante, vívida y fausta de las estrategias literarias que la cultura occidental nos ha legado.

Pero es también, como dejamos insinuado en líneas anteriores, modo elocutivo que expone al autor a continuas e inminentes zozobras dado que, por tratarse de una escritura híbrida, que mezcla la fría contundencia del raciocinio con las ardorosas instancias del corazón, es menester que, en aras de la eficacia del discurso, mantenga siempre dicha modalidad textual, precario equilibrio entre los dos encontrados abordajes heurísticos que lo caracterizan; lo cual, mutatis mutandi, no resulta menos arduo ni aventurado que intentar avanzar descalzo por el filo de una navaja sin herirse la planta de los pies.

A lo expuesto añádase, por si fuera poco, la circunstancia apremiante de que un ensayo que haga honor a su espíritu no debe descuidar las adustas gracias de la brevedad ni los sabios y sugerentes esmeros de la inconclusión. Y ninguno de los dos imprescindibles atributos recién mencionados son moneda corriente en la turbamulta de estudios que ilícitamente aspira a ser incluida dentro de la categoría del ensayo.

No es secreto para nadie que el grueso de la dudosa ensayística contemporánea se nutre de trabajos que, amén de farragosos, suelen exceder las doscientas ó trescientas páginas; extensión que si bien no lucirá reprochable en el manual didáctico o la monografía especializada, resulta por entero inadmisible en obra que se ufana con la denominación de “ensayo”.

Este último – no me cansaré de repetirlo – ha de ser breve. Porque, en lo que a dicho género concierne, está lejos de ser la brevedad defecto reprensible. Es corto el ensayo por naturaleza, no por accidente. Porque su fluir intenso, vigoroso y desembarazado no consiente que el escritor rebase cierta prudente cantidad de cuartillas sin que de inmediato confrontemos el riesgo de que se malogren la fuerza y el donaire que tan apetecible nos hace su lectura. El tratado académico tiene derecho – y debemos concedérselo – a desarrollar su doctrina con talante moroso y régimen prolijo. La lentitud expositiva, la parsimonia intelectual, la insistencia en el detalle y el afán de no dejar hilos sueltos es, en compendios de semejante catadura, nota plausible. Más en el caso de la ensayística muy distinto se nos presenta el panorama: Desde el instante mismo en que el ensayo comienza a engordar con mas folios de los que a su salud y sobriedad conviene, se despreocupa este de su porte atlético e inexorablemente se descasta, apoltronándose cual rechoncho y sedentario burgués. El ejemplar que de puro obeso ronde el lujurioso espesor de la enciclopedia o de la tesis universitaria, si lleva el nombre de ensayo sobre su lomo no es porque en verdad lo sea, sino en razón de que – sabrá Dios el motivo – el autor o el editor tuvieron el inverecundo antojo de bautizarlo de esa guisa.

Los ensayos que sin menoscabo de su penetración analítica y sin detrimento de su índole suelta y espontánea, muestran una amplitud desusada, no constituye en realidad un único y larguísimo ensayo, sino un conjunto de éstos que, de alguna manera, el escritor, con mayor o menor pericia y ventura, consiguió soldar entre sí.

De modo pues, que, si el criterio de la brevedad y sólo ese criterio sirviera de pauta para estatuir cuando un escrito en prosa discursiva pertenece a la clase del ensayo o no atina ni por asomo a insertarse en ella, apostaría que no menos del 90% de los libros que en los estantes del proveedor se clasifican bajo tan honorable rótulo han de ser descartados.

Y lo propio acaece, por cierto, cuando el rasero que damos en utilizar para separar el grano de la paja en punto de ensayística es el de la “inconclusión”. Pues, del hecho de su brevedad, de su genio conciso y fragmentario, se deriva que en un ensayo no puede pretender agotar el tema al que se aboca. La afición por lo exhaustivo y completo no cabe en el programa del ensayista. Lo que – apresurémonos a aclararlo para evitar malentendidos – no debe juzgarse vicio de la forma literaria aludida, sino peculiaridad que, definiendo y singularizando una estrategia retórica, es, a la vez, fruto de su modus operandi verbal; es decir, el paradigma ensayo se yergue como opción crítica y estilística de la escritura; y el escritor, al asumir dicho modelo, hace una elección fundamental que, de un lado, abre múltiples posibilidades al talento creador y, del otro, impone cierto número de restricciones. No hay por qué pedir peras al olmo. El ensayo da lo que está en su naturaleza ofrecer. Sólo a un necio de solemnidad se le ocurriría exigir al arroyo majestad de embravecido océano, o requerir del mar serpenteante y juguetona alegría de regato.

El ensayo padece de inacabamiento porque posee vida. Y nada vivo puede blasonar de cosa terminada. En el molde del ensayo vierte el ensayista una idiosincrásica visión que, manifestándose por medio de ideas, razones y argumentos de genérica prosapia, no deja de ser hondamente personal y, como tal, es visión que arraiga en un carnal a priori axiológico, en una emotividad e incoercibles premisas espirituales que, de algún modo, saturan los pensamientos y encauzan el discurso racional hacia orbes insólitos que nos encaran a inesperados problemas y los iluminan con desconcertantes intuiciones... Nunca será exhaustivo el ensayo, pero, en compensación, si podrá ser, en manos de sus más diestros cultivadores, ágil, impactante, apasionado, sugestivo, agudo y clarividente.

Y las que cabo de enumerar son las admirables cualidades que esplenden en el galardonado escrito de Nelson Julio Minaya, para el que ahora recabaré la deferencia alerta al lector.

El ensayo intitulado Franklin Mieses Burgos, ¿maestro de Borges?, de la pluma, casi desconocida en nuestro medio mencionada en las líneas que anteceden, se adueña de nuestra desvelada simpatía por atendible motivaciones; entre las cuales que haya sido premiado este año en el certamen literario más prestigioso de la República Dominicana se me antoja la menos significativa.

Pues no empece lo honrosa y bienvenida que luzca una corona pulcramente otorgada – y ésta, sin duda, lo es –, la valía de cualquier producto del ingenio humano nunca se asentará en el dictamen de un jurado, por mucha capacidad y competencia que, como afortunadamente ocurrió en el lance que nos ocupa, demuestran sus miembros poseer.

La dignidad y trascendencia de la creación literaria - ¿quién lo ignora? – no se afinca en la apreciación de ciertos individuos, aunque sea considerable la autoridad que nos sintamos inclinados a concederles, sino que dimana de los méritos ínsitos que dicha creación, sin necesidad de acudir a abogados otros que su propio crédito, nos conmina a aceptar.

Si reputo por magistral y modélico el texto de Minaya (que en esa medida lo encarezco), no es porque cure de la opinión ajena, expresada en el encomiable veredicto que lo premiara, sino porque, como confío demostrar en los párrafos que siguen, el escrito de marras, respondiendo a un concepto airosamente ensayístico, (rara avis, en medio de tanta crítica insulsa, vulgar, pretenciosa y desaseada) conjuga la alcurnia de un decir de cautivante hermosura y ático donaire con pensamientos robustos, osados, de filosófica nervadura y original acometida.

Al deslizar la mirada sobre las páginas de Franklin Mieses Burgos, ¿maestro de Borges? Lo que quizás, en un primer momento, hace mella en el ánimo de quien frecuenta las obras de crítica y teoría literaria en boga, es la insalvable distancia que separa la elegancia y comedimiento deliberativos de Minaya, de la abrumadora insipidez del enjambre de volúmenes que, bajo la mendaz etiqueta de “ensayo”, despliegan un saber que, cuando no se avala del todo irrelevante, suele exhibir indumentaria verbal de tan escaso lustre, de tan pedestre léxico, como aquella de la que, a principios de siglo, se quejara Rodó cuando, en palabras que no logro recordar con exactitud, estigmatizaba a ciertos polígrafos por impartir el pan del conocimiento con gesto huraño y pésimos modales.

Quiero decir que, frente a la multitud de inhóspitos comentarios sobre arte y literatura que abarrotan los estantes del librero, destacase el texto del pensador dominicano por su corte ensayístico tradicional y aristocrática filiación, vástago genuino del granado linaje de Miguel de Montaigne.

Henos aquí, en efecto, ante una cavilación de apretado formato (apenas unas sesenta páginas) en la que el razonamiento, asaz riguroso, avanza, sin embargo, a favor del apasionado impulso del espíritu, guiado por la brújula de la intuición, sostenido en una acrisolada sensibilidad personal que aflora a cada instante hacia la superficie del discurso para infundir a las ideas el tempo, la intensidad y el matiz apropiados.

En lo que toca al proceder expositivo, salta a la vista la inconmesurable superioridad de la palabra de Nelson Julio Minaya sobre la rala expresión de los incontables teóricos de la literatura que, so pretexto de científica seriedad y asepsia analítica endilgan al lector insoportable peroración plagada de expresiones crípticas, merced a las cuales, con harta frecuencia, luego de penoso desciframiento, nos enteramos de algún concepto trivial y trajinado que hasta Juan de los Palotes conocía.

Así pues, tasado desde un ángulo puramente estilístico, sin que me tiemble el pulso sentenciaré que el escrito que estamos escoliando no sólo se yergue cual cumbre aislada y majestuosa en el paisaje de la ensayística nacional de nuestros días, sino que, por las incontrovertibles cualidades literarias de que da asiduo testimonio, se justifica plenamente equipararlo a las más gloriosas manifestaciones del género que me haya deparado la suerte cortejar.

Los modales elocutivos de que hace gala la obra que estas líneas intentan aprehender, si bien nos encaran a una autorizada voz de académica estirpe y doctoral prestancia – voz pausada, plena, prodigio de armonía y sobriedad –, jamás inducen al autor, a pesar de la hondura de su pensamiento y la rica erudición que lo nutre, a incurrir en la infatuada pose del experto obsesionado antes que nada por hacer ostentación de su saber mediante la proliferación de notas al pie de página, superfluas citas y ociosos tecnicismos.

Si algo encarece la escritura de Nelson Julio Minaya es su tersura, claridad y precisión; gemas intelectuales que están en los antípodas de cierta irritante propensión oratoria y culterana del idioma castellano; e inequívoco indicio de que el autor se formó en el riguroso claustro universitario sajón, donde pudo adquirir su deslumbrante capacidad de abordar los problemas medulares de manera directa y frontal, y donde, también, alimentó el gusto por la más estricta economía en el uso del lenguaje.

A lo ya apuntado viene a cuento adunar que Minaya no habla, en el ensayo que nos ocupa, a un restringido círculo de conocedoras, a una especie de selecta cofradía de iniciados, como da la impresión que ocurriera con el grueso de la producción bibliográfica que se edita en los dominios de la crítica literaria y artística.

Ciertamente, que ni el tema elegido por el autor, ni la inusual pureza de su palabra, ni el espeso y coherente entramado de las ideas constituirán condumio apetitoso para el embotado paladar del gran público. No nació el ensayo de Minaya con vocación de best-seller. Pero, dentro de los límites que imponen el escrúpulo intelectual y el hecho de que el asunto considerado esté lejos de ser de popular atractivo, el estudio Franklin Mieses Burgos, ¿maestro de Borges? Está al alcance de cualquier persona que, mostrando afición literaria, no se halle huérfana de un mínimo de cultura, sentido común y refinamiento espiritual.

Podría, claro está, sin embarazo alguno, ilustrar cuanto acerca de las prendas retóricas de Minaya he afirmado hastaa ahora con ejemplos extraídos de su meduloso escrito, cosa de comprobar que no he extraviado el rumbo ni se me ha ido la mano en el encomio. Mas tarea semejante, por abordable que resulte, me sometería a la coyunda de una meticulosa elucidación que, al prolongar estos apuntes más allá de lo que su índole introductoria tolera, me haría incurrir en desacato de elementales normas de urbanidad y, naturalmente, dar al traste con el benevolente consentimiento del lector.

Sin embargo, ¿cómo no traer a colación el infalible olfato del exegeta cuando elige epítetos y otras expresiones que apuntan a cualidades y modos?. Tengo por seguro que en medida que no se me antoja deleznable, el embeleso que nos proporciona su escritura deriva de esa portentosa perspicuidad para modificar sustantivos y verbos con la voz exacta que deslinda, amplifica y revela el matiz significativo oportuno y químicamente motivador, la nuance decisiva que entroniza la diferencia entre un decir grato, correcto pero apocado y la palabra de austeros e impolutos blasones.

Cualquier página del ensayo que nos entretiene sobre la que al desgaire posemos la mirada, gratificará al lector con pruebas más que convincentes de esa suprema facultad de Minaya para estampar en la frase, haciendo siempre diana, el epíteto o la locución especificadora capaces de infundir el pálpito de la vida y la íntima y emotiva valoración personal a lo que de otra forma parecería seca y angulosa digresión. “Búsqueda obcecada”, “manía pedantesca”, “vario y anchuroso decurso de las letras hispánicas”, voz “pletórica de acordes poéticos”, “incipiente mediocridad”, “ideas axiales”, “espacio espiritual inescapable”, “juvenil desvelo”, “luenga misiva”, “pieza maestra de perfidia intelectual”, etc., son apenas algunas de las subyugantes fórmulas merced a las cuales, de manera reiterada, trasvasa el crítico su acendrada sensibilidad al cristalino fluir de los conceptos.

A lo que haría falta añadir, para no pecar de corto ni arbitrario, que el ensayista emplea en todo momento un léxico atildado, exquisito, que, sin resbalar nunca hacia el amaneramiento o el artificio de rebuscado empaque, y eludiendo estiramientos de bastón y peluquín, nos sitúa en un registro verbal de clásica tesitura y aristocrático abolengo... Vocablos como “impronta”, “certidumbre”, “limpidez”, “inquina”, “mutación”, “inválida”, “subvierte”, “abjura”, “escarnio”, “bosquejar”, “acervo”, “extravíos”, “cimero”, y tantos otros con los que línea tras línea tropezamos en los párrafos del referido texto, brindan fehaciente testimonio de que Nelson Julio Minaya gusta y sabe poner distancia en su prosa de la vulgaridad y desaliño que reinan hoy por hoy, no sólo en el habla cotidiana – lo que es perdonable –, sino, percance digno de lamentar, en incontables escritos de ínfulas doctrinales.

Por lo demás, tal acicalamiento, dado el vigor de las ideas y la pasión que logra el escritor imprimir a su palabra, no se confundirá jamás con la afectación ni con el gesto relamido. La solidez teórica, la consistencia lógica, la firmeza de sus convicciones y la transparencia verbal, que no admite ambigüedades ni hace migas con el desequilibrio o los excesos, impulsan el discurso en dirección opuesta a la blandura, la rutina y la vaguedad.

En suma, la escritura de Minaya se impone, en este fin de siglo adicto a los hoscos encantos de la ordinariez, como paradigma de elegancia y feliz señorío. La adusta belleza de semejante prosa, de escogida cepa, finca raíces en la más distinguida tradición literaria de Occidente; en particular rinde amoroso tributo a la inagotable herencia de la civilización greco-latina. No en balde, con discreción, con mesura, pero también con obvio regocijo de catador experimentado, desparrama Minaya en el decurso de su cavilación buen número de fórmulas latinas o tomados de otras lenguas, cuales: “In extenso”, “sine qua non”, “!per se”, “poiesis”, “telos”, “Philosophia Perennis” y alguna más que, producto de su bien asimilada formación filosófica, contribuyen en no pequeño modo a levantar la reflexión sobre el docto pedestal de un lenguaje circunspecto y solemne.

Ahora bien, si algo debemos agradecer al preclaro ensayista, es que su notabilísima erudición y no menos descollante superioridad intelectual, lejos de dar pábulo al alarde y el envanecimiento, virtudes son a las que acompañan un profundo respeto por el lector y una humildad y sencillez para nada fingidas. Como persona que en el plano del intelecto no alberga dudas en torno a su propia valía, y que, tras prolongadas y dolorosas experiencias ha cosechado certezas racionales y vislumbrado, en alas de la intuición, horizontes inéditos, Nelson Julio Minaya no tiene porqué acudir a la impostura, al socorrido expediente de la simulación al que se aferra la mayoría de los embirretados amanuenses de la crítica. Es su erudición de tan auténtica raza que brota cálamo currente de manera por entero espontánea; y de tan excelente cuna su sapiencia, que tiene el pudor de sólo asomar a las claras cuando se hace del todo indispensable.

En este punto se torna inevitable un comentario – por somero que sea – acerca de cómo el exegeta, cuidando de escatimar al máximo las referencias, citas y llamadas al pie de página, para no lastrar el escolio con una demasiado pesada carga de información que hubiera arruinado de manera irremediable el ritmo del discurso ensayístico, no se guarda, sin embargo, en el tintero las apostillas y aclaraciones numeradas cuya ausencia hubiese socavado grandemente el poder suasorio de ciertos aspectos de la argumentación. De ahí que, para un cabal entendimiento del parecer que el crítico sustenta, la lectura de dichas anotaciones se revele poco menos que ineludible.

Y para clausurar estas premiosas acotaciones estilísticas, quisiera llamar la atención de quienes hasta aquí han tenido la cortesía de seguirme, sobre dos atributos en verdad emblemáticos del fascinante opúsculo del laureado escritor dominicano: me refiero a su magistral empleo de la metáfora y la comparación con fines didascálicos; y a su no menos portentosa capacidad de síntesis.

En lo que toca a lo primero, bastarán dos citas a modo de ilustración. Nos cuenta Minaya que el catedrático cubano Rodríguez Feo, para desprestigiar la monumental figura de Jorge Luis Borges, publica, 20 años después de escrita, una carta de Pedro Henríquez Ureña en la que el maestro dominicano recrimina severamente las orientaciones y gustos literarios del insigne literato porteño. Tan deshonesto proceder, que aviesamente pretendía ignorar la obra grande y clásica de Borges, (que Pedro Henríquez Ureña no pudo conocer por haber sido publicada mucho después de fallecido el humanista quisqueyano) lleva a nuestro ensayista a pergeñar, airado, el siguiente símil condenatorio a modo de escarmiento y terrible baldón: “En lo que atañe a Rodríguez Feo, es como que alguien se disponga a bosquejar un perfil de San Pablo y concluya su relato un día antes del sendero de Damasco”.

Pareja analogía constituye, en su lapidaria simplicidad, la más abrumadora reprobación de una artera conducta intelectual que haya el papel soportado nunca.

Pero también sirve a Minaya el añoso y probado artificio de la comparación para que, a horcajadas de la imagen, se potencie la idea con el peso y colorido de los seres tangibles; como cuando, luego de cavilar en torno a la benéfica influencia de la poesía de Franklin Mieses Burgos sobre la de Borges, declara sin ambages:

“Tras arduos años de aridez y extravío, hallará Borges en la poesía de Mieses Burgos el oasis anhelado, del que acaso llegara a desesperar. Recibirá sus balsámicas aguas y a su tiempo lo veremos florecer en guirnaldas de estrofas inigualables”.

Por lo que hace a la pasmosa capacidad de Minaya para, de modo axiomático, dilucidar en unas cuantas líneas deslumbrantes nociones ciertamente intrincadas, pongamos de ejemplo el párrafo – epítome de nitidez y tersura expositiva – que a continuación transcribo:

“El vocablo “metafísico” no deberá confundirme, plagado como se encuentra de groseros malentendidos. Para nada concierne al montón de baratijas esotéricas con que el vulgo suele igualarlo. Mieses Burgos es metafísico en el clásico y propio de los sentidos: es el perpetuo enamorado de las esencias, oteador de inholladas latitudes que palpitan y asoman en las cosas y perdemos de vista en la cotidianidad. El sentir metafísico, o, lo que es igual, la facultad de acatamiento y asombro frente a las ultimidades del existir, impregna toda la poesía de Mieses Burgos, y es, en efecto, la clave de su pensar”.

Como sobradamente queda establecido en la cita que antecede, posee Nelson Julio Minaya en grado superlativo – nadie osará discutirlo –  el don de expresar, con apretado manojo de términos de castiza solera, tópicos espinosos sujetos a desconsoladora ambigüedad y al persistente riesgo del equívoco.

¿Acaso existe un vocablo cuyo significado se preste a más enfadosos desacuerdos que el de “belleza”? ¿Cuánta tinta no se habrá derramado con el propósito de desvelar el arcano a que alude ese término?... Pues bien, adviértase la magistral definición que en un puñado de frases nos obsequia Minaya al rozar tangencialmente dicho problema:

“Belleza que consiste en realizar mediante la palabra, la epifanía de las profundidades: esa congruencia íntima del fondo y de la forma, ese lograr la plenitud de una intuición en la diafanidad de un acorde poético”.

Para no tender a importuno – podría volverme fastidioso multiplicando ad libitum las citas – cumpliré mi promesa de dar remate en este punto a las impresiones que el señorial estilo de la prosa ensayística de Minaya hiciera germinar en mi espíritu. Pero no sin antes recalcar que a ese decir, cuyo poder de seducción descansa no en lirismo de pintoresca estofa o en dramáticos efectos oratorios, sino en la marcha solemne del período, la pulcritud de la dicción, la aceitada y bien trabada sintaxis, la afortunada ausencia de hojarasca y, last but not least, un tono de severidad analítica que no se rehúsa el giro traslaticio siempre que este, mediante la sugestión metafórica, pueda colocarnos ante la muda presencia del enigma, a ese decir magnánimo, noble, acrisolado, corresponde - otra cosa hubiera sido inconcebible –, un pensamiento maduro, altivo y lúcido y una muy apreciable cultura humanística que, sobre el eje de la filosofía, se abre camino hacia todos los espacios adonde suele ser emplazada la curiosidad intelectual.

Ahora bien, a estas alturas de mi disgreción no tendría nada de extraño que el lector, para sus adentros, monologara haciendo uso de razones del siguiente tenor: “No es poco lo que se nos ha dicho en torno a las virtudes formales de la ensayística crítica de Nelson Julio Minaya; pero, ¿acaso el comentarista, que tanta facundia ha desplegado al examinar cuestiones de estilo, piensa escurrir el bulto a los contenidos que brindan soporte al referido ensayo? ¿No discutirá las hipótesis osadas que acerca de la influencia de Franklin Mieses Burgos sobre Jorge Luis Borges, externa en su premiado escrito el autor santiagués?”.

No eludiré mi responsabilidad. Al fin y al cabo resulta mucho más fácil – al menos para mí – opinar sobre las ideas de un texto que sobre las escurridizas facetas del tratamiento retórico a que dichas ideas se acomodan.

Por lo demás, juzgar la pertinencia de los supuestos explayados en las páginas que nos ocupan, no es tarea que pueda hacernos gastar demasiada tinta. Basta dejar en claro que, si bien en cuestiones tan complejas y delicadas como la que Minaya hace objeto de su reflexión, rara vez será posible arribar a certezas absolutas que desvanezcan, de manera definitiva, un enojoso residuo de incertidumbre, entiendo que los argumentos – numerosos, variados y sólidos – que aporta el autor en abono de su tesis, tienen peso más que suficiente para persuadir al que sin prejuicios los considere; y para sembrar la duda en la mente del lector receloso o dogmático.

En lo que me concierne, confesaré que los contundentes razonamientos de Minaya lograron su objetivo: creo y, todavía más, siento que tiene razón; que semejante cúmulo de coincidencias y afinidades entre la poesía de Franklin Mieses Burgos y la del Borges de la etapa madura no puede ser atribuido a la casualidad; y que la asombrosa mutación de la lírica del escritor argentino, luego de tres décadas de pertinaz silencio, muy probablemente tenga como una de sus principales e inocultables fuentes, si no la única, la estupefacción, el deslumbramiento que sin duda produjo en Borges la lectura de nuestro aeda mayor, padre de la Poesía Sorprendida.

Las similitudes formales, temáticas y de actitud entre Franklin Mieses Burgos y Jorge Luis Borges que el crítico examina en su feliz pesquisa, lejos de parecernos arbitrarias o accidentales, se nos impone, a medida que las vamos sopesando y juntando unas con otras, como evidencias de tan nítidos contornos que no se nos ocurre puedan ofrecer costado vulnerable a la refutación.

Franklin Mieses Burgos tuvo que ser – no cabe otra suposición – la sabia que hizo reverdecer el numen aletargado del metafísico o irónico bardo porteño. Para un artista sensible y de gusto pulquérrimo nada es tan contagioso ni tan estimulante como percibir la grandeza de una obra ajena en la que, sin embargo, diera la impresión de resonar misteriosamente el eco de la propia voz... Eso nos lo asegura la razón y el instinto artístico lo corrobora. Y cuando el instinto tiene la fortuna de encontrar la garantía del discernimiento, buenos motivos hay para concluir que se está avanzando en la correcta dirección.

Claro que cierta exégesis profesional, que todos conocemos, siempre podrá alegar insuficiencia documental o declarar inverificable la fascinante hipótesis que Minaya plantea. ¡Cómo si la cuestión pudiera resolverse en un experimento de laboratorio! Sea. Harto sabemos lo que podemos esperar del astigmatismo recurrente de la crítica actual, crítica a la que no vienen en socorro – pobrecilla – ni la intuición del poeta, ni la cultura honda ni la depurada sensibilidad.

Nelson Julio Minaya sintió primero – como poeta bueno que es - la profunda fraternidad espiritual que une a ambos vates, el dominicano y el argentino. Luego, como filósofo y humanista, investigó el origen de tan insólita hermandad, arribando a la conclusión de que Borges debe a Franklin Mieses Burgos nada más y nada menos que el reencuentro con su olvidada y verdadera voz.

Esta teoría – a cuya comprobación dedicó el erudito pensador las sesenta clarividentes páginas de su ensayo – me tienta, me satisface, me convence... Y no serán, desde luego, los quisquillosos reparos de los fanáticos del estructuralismo y la semiótica los que conseguirán que mude de opinión.

1 comentario:

  1. Excelente exégesis de la pulcritud en el decir ensayístico de quien fuera mi maestro de Introducción a la Filosofía y Lógica: Nelson Julio Minaya. Llegué hasta acá tratando de encontrar un poema de él para enviárselo a un amigo entrañable que imparte Literatura Hispanoamericana y Filosofía en la Universidad de Wayne, Detroit, Michigan. Te agradecería que me informaras.

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