miércoles, 20 de octubre de 2010

VIGENCIA DEL HUMANISMO EN LA ACTUALIDAD Y SU RELACIÓN CON LA LITERATURA Y LAS ARTES


            El corazón de las humanidades palpita al ritmo de las artes y la literatura; y el humanismo al que los studia humanitatis aspiran es ideal cuya ausencia nunca se había hecho sentir de manera tan alarmante y angustiosa como en los días que corren.

            En las páginas que siguen me aplicaré a la tarea de sustanciar con argumentos que, si los astros me son propicios no serán calificados de improcedentes, las dos certidumbres amonedadas en los renglones que preceden.

            No se me oculta que romper lanzas a favor de la causa humanista es, en estos días de posmoderna trivialidad, desenfrenado hedonismo y carencia absoluta de valores de trascendente viso, empresa harto comprometida y, acaso, en términos de material eficacia, muy poco redituable… Empero, si de algo estoy impuesto es que la civilización que hemos forjado en el decurso de onerosos milenios de sueños, tropiezos, logros y sinsabores, se precipita por modo incontenible hacia el abismo, al haber dado las espaldas el masificado y teledirigido hombre de hoy al paradigma de espirituales atributos por el que la cultura de las llamadas humanidades siempre ha propugnado; y porque estoy persuadido de que el estilo de vida que llevamos –obscenamente dispendioso, cerrilmente mercantilista, grosero al extremo, ajeno a todo interés de elevar nuestra condición de criaturas conscientes apelando al refinamiento y depuración de las facultades superiores del alma-, como doy por cierto que parejo comportamiento, repito, conduce al hombre a un callejón sin salida, a su completa y definitiva desaparición, no puedo, aunque me asalta la perturbadora sospecha de que mis palabras caerán en saco roto, guardar silencio.

            Tal vez hayamos sobrepasado el punto de no retorno y sea ya tarde para rectificar… Pero sería imperdonable no intentarlo. Veamos pues de acometer, una vez más, la ineludible y probablemente inútil vindicación del humanismo.

            Dando a un lado las precisas pero a menudo insuficientes definiciones del diccionario, sostendré –copia de razones tengo para pensar que no me equivoco- que quien cure de que se le considere humanista ha de ser persona preocupada por fomentar y robustecer las cualidades que confieren sentido y dignidad al ser humano. Humanista, en la acepción que en este escrito estamos asignando a dicho vocablo, nombra al sujeto capaz de avalorar cuanto contribuya a la grandeza del hombre; humanista es el título con el que en justicia reconocemos al individuo capaz de advertir y poner de resalto la nobleza, excelencia y esplendor que, al menos en potencia o virtualmente, atesora, por el mero hecho de pertenecer al género humano, cada miembro de nuestra especie; así entendido, el humanismo importa el desarrollo del conocimiento de lo que somos, de nuestra propia esencia, de lo que nos distingue y nos emparienta con las demás formas vivas de la naturaleza, y llama también esa humanista visión a luchar por la hermandad entre los hombres y por la defensa de sus derechos inalienables; de lo que, por descontado, contra todo clausurado dogmatismo y propensión sectaria, derívase la postura, erigida en principio existencial, de acoger con simpatía las creaciones que traslucen los más positivos rasgos del ingenio humano, sin que para nada cuente en la apreciación que las mismas nos merezcan en qué sociedad, cultura, época, sociedad o lengua hayan sido tales creaciones alumbradas; el humanista abre siempre su reflexión a todos los firmamentos en los que la mente ha podido soñar y llevar a cabo su exploración de lo bello, lo justo y lo verdadero.

            He aquí, sin embargo, que el conocimiento de lo que somos –desideratum al que no puede el humanismo renunciar sin traicionarse-, la ciencia no lo brinda. Mediante pruebas y experimentos controlados podrá el científico decirnos qué ocurrirá, dadas ciertas premisas y condiciones, en determinado plano de la realidad empírica; pero se trata de un saber instrumental que si bien proporciona dominio sobre lo que nos rodea, tiene que ver con el cómo y no con el qué; nos ofrece teorías que con envidiable exactitud matemática explican el funcionamiento de un ámbito específico de la naturaleza; pero nada nos aclara acerca de lo que tales acaecimientos fenoménicos son o del significado que tienen… Para las cosas que más conciernen al ser humano, esas con las que debe éste lidiar día tras día, no encontraremos en las alforjas del científico respuesta alguna… El amor, la muerte, la amistad, el odio, el dolor, la alegría, la ilusión, la ternura, la desolación, la esperanza, el fracaso, la gloria, la envidia, en fin, todo lo que nos mueve en nuestra existencia  cotidiana y hace que nos sintamos vivos, muéstrase en absoluto refractario a la suerte de aprehensión propia de la razón científica. Los procedimientos cuantitativos de la metódica observación de la ciencia escasa o nula aplicación tienen en lo que atañe a indicar al ser humano cuál es el camino que corresponde transitar para alcanzar la dicha, cuáles han de ser sus metas y propósitos. Y al cabo y a la postre, sólo los fines que perseguimos y las acciones en que incurrimos para llevarlos a término infunden sentido a la existencia.

            Literatura y arte vienen entonces en nuestro auxilio. Para enterarnos en profundidad de lo que somos, para reconocernos en el espejo de nuestros anhelos y desdenes y poder de ese modo insuflar densidad y plenitud a la existencia, el artista nos ofrece, como no podrá jamás hacerlo ningún oficiante de las ciencias, el veraz retrato de nuestro yo íntimo, del que brota la energía que nos transforma en criaturas humanas, soterrada zona de la psique que es la única facultada para dar razón de nuestros actos, al vincularnos, merced al instinto, la intuición y las pulsiones inconscientes, con la vibración universal del cosmos y la vida.

            De ahí que, cuando declarábamos que el corazón de las humanidades palpita al ritmo del arte y la literatura, no estábamos ni por un instante dejándonos arrastrar, en desmedro de la buena tradición de la claridad, hacia las brumosas estribaciones de la metáfora, sino apenas registrando un hecho por demás ostensible: el eje del saber humanístico –saber que no admite ser trasvasado al lenguaje lógico-discursivo- son las letras y las artes. El humanista de todas las épocas y países, sin excepción, ha reparado en ello. Sin las artes y las letras el humanismo, cual lo hemos definido en los párrafos que anteceden, no hubiera podido florecer. Se comprende, pues, que hoy por hoy, cuando el grueso de la población se siente atraída por manifestaciones pseudos-artísticas de la más baja estofa y es reacia a abrir un libro sustancioso o tan siquiera un periódico, ande la concepción humanista de capa caída y nos encaminemos a pasos acelerados, borrachos de consumista civilización, a una desastrosa hecatombe.

Ahora bien, uno es el origen del arte, múltiples sus manifestaciones; la fuente de la que mana la creación que solemos denominar artística es siempre la misma; en cambio, las modalidades históricas que ha adoptado semejante actividad creadora son, y con toda verosimilitud seguirán siendo, diversas y cambiantes: pintura, escultura, arquitectura, música, danza, teatro, literatura y tantas otras seductoras expresiones de belleza cuya mención, en mor de la brevedad, omito, fruto son de una primordial energía psíquica a favor de la cual la humana criatura busca reconocerse, contemplarse en el espejo de su propia potencia generadora de mundos imaginarios, identificarse con lo que le rodea, conferir significado a su existencia.

             Acaso no condesciende a hipérbole atolondrada quien se empeña en sostener que hemos alcanzado la condición humana gracias al arte. Un galardonado profesor cuyo nombre mi ingratitud olvida, aseveraba en reciente libro de divulgación antropológica que, “Entre los rasgos culturales que distinguen a los humanos, el arte tal vez sea el logro más elevado”. La idea luce atendible. En cualquier caso, de lo que no cabe dudar es que en la remota edad que llamamos prehistórica, el indicio más elocuente de que una especie bípeda de gran cerebro que se refugiaba en las cavernas, había franqueado el umbral de lo humano son las primorosas pinturas rupestres y otros elaborados objetos que la sensibilidad y portentosa destreza manual de los individuos de esas rudimentarias comunidades produjeran… Así, pues, no es incurrir en imprudente énfasis retórico sugerir  -el testimonio del pasado lejano a ello nos invita- que el arte nace con el hombre; a menos que –y es ése el parecer que abono- conceptuemos más exacto decir que el hombre nace con el arte…

            Aducíamos renglones atrás que todas las cosas a las que acordábamos el calificativo de artísticas eran el resultado de una energía psíquica creadora, cuya función estribaba en conferir unidad y sentido a la imagen mental del mundo que el salto a la vida consciente, esto es, a la vida filtrada por el lenguaje y la razón, había sin remedio fragmentado. El orgullo y la gloria del sujeto civilizado es su conciencia. Acrecentamiento de la conciencia y progreso de la civilización van a la par. Empero, ha sido descomunal el precio que hemos tenido que pagar por nuestra potestad consciente. El primero y principal ha sido la brecha siempre más ancha y honda que nos separa de los instintos básicos. Porque –no procede echar esta verdad en el cesto de la basura- el refinamiento de la cultura cimentado en los poderes del pensamiento discursivo y en el conocimiento proporcionado por la ciencia, no suprime las pulsiones instintivas; mientras haya vida habrá instintos; solo que la parte consciente de la psique del hombre civilizado se niega a reconocer la legitimidad de parejas manifestaciones emocionales del yo profundo y ha perdido el contacto con ellas.
           
La deplorable secuela de semejante hiato, de tan funesta postergación de la oculta comarca del ser refractaria a toda suerte de racional aprehensión, es que, cada vez en mayor medida, se siente el hombre un extraño en el cosmos, no es capaz de verse a sí mismo, -nuestros primitivos ancestros tribales sí podían verse de esa forma-, como emanación de la naturaleza, porque ha preterido el habitante de las modernas metrópolis su ancestral identidad sensible con los fenómenos telúricos originarios.

La creación artística, en cualesquiera de sus vertientes tradicionales u heterodoxas, si responde al genuino propósito de infundir color, densidad y dinamismo a la existencia, si no es mera hechura de una vanidad fraudulenta o aderezado artículo de la mixtificación comercial, cumple la función irremplazable y nunca tan urgente como ahora, de restaurar la unidad quebrantada; de volvernos a conectar, en virtud de un lenguaje simbólico saturado de sentimiento, con el primigenio y sagrado misterio de la vida.  

Las certezas con las que la ciencia nos gratifica tienen un límite; los conocimientos que esta obsequia alcanzan pronto un techo que, desde el específico ángulo de enfoque matemático, experimental y cuantitativo al que se encomienda, no es posible sobrepasar. De modo que siempre, hasta el más humilde y banal objeto será para la razón científica en ciertos respectos desconocido; lo cual responde a la sencilla explicación de que nos está vedado desentrañar la naturaleza última de la materia. La realidad que nuestros sentidos nos hacen percibir no es -¡cuidado con pasar por alto hecho tan obvio!- el universo externo que creemos ver, oír, oler y tocar, sino otra realidad transfigurada por la mente; todo objeto captado por los sentidos es mental; al cabo y a la postre, sentir no es más que trasladar el mundo de los sucesos exteriores al del cerebro, donde tales acontecimientos sufren radical metamorfosis: se trasforman en experiencias psíquicas cuya íntima esencia jamás podrá ser desvelada porque, al igual que el ojo que mira no se ve a sí mismo, la psique no puede conocer la secreta virtud de su propia sustancia.

No es otra la causa de que, por más que adelante el saber que las disciplinas teóricas dispensan, y por más que tales avances incrementen de manera exponencial, merced al uso de tecnologías ultra-sofisticadas, el dominio del hombre sobre los fenómenos naturales, el misterio, o lo que es lo mismo, el desconocimiento absoluto de lo que básicamente somos, no podrá ser bajo ninguna premisa ni en ninguna imaginable circunstancia desarraigado o abolido. El misterio es la constante humana por excelencia; sin tregua, reposo ni excepción nos hará compañía… Y más vale no hacernos de la vista gorda ante cuestión de tanta monta y entidad.

 Así las cosas, frente a la evidencia de que el enigma de lo que somos no podrá nunca ser descifrado, cabe adoptar dos actitudes: de aceptación o de rechazo. Rechazar la presencia asidua de algo misterioso que nos sobrepasa y arropa la existencia, equivale a negar una parte fundamental de nuestro propio ser, la que con el auxilio de las pulsiones y símbolos que la nocturnidad del inconsciente fragua, nos vincula emotivamente con el cosmos, con el corazón palpitante del todo universal. Resistirse al misterio es comportamiento aberrante y, en postrera instancia, suicida; porque ese desconocido reino abisal al que el yo de la vigilia controladora se apresura a dar las espaldas aterrado, acude al expediente de trasmutar la energía reprimida en impulsos de destrucción y conductas malsanas, y termina resquebrajando las defensas que el frágil intelecto, con inútil fatiga, levantara… Las criaturas de la sombra, cuando no se les quiere reconocer su espacio, cuando se les prohíbe la entrada a la ceremonia social de la existencia cotidiana, se convierten en demonios malignos de los que no cabe esperar otra cosa sino estrago, ruina y disolución.

Empero, a cambio de admitir que no tenemos acceso a la verdad de nuestra humana condición, podemos aspirar a una vida exenta de desasosiegos y temores. Aquí es donde arte y literatura –el humanismo de ayer y de hoy lo comprueban- cumplen irrenunciable papel. Merced a la creación literaria y artística consigue el ser humano que la civilización alejó de su instintiva  naturaleza original restaurar los lazos que le unen al vientre primigenio de la tierra, al supremo manantial de aguas inagotables que nutre y reconforta. Arte y literatura desempeñan la función que antaño correspondía a los espíritus, ángeles, hadas, duendes, genios y divinidades: establecer un enlace afectivo con las potencias de la naturaleza, de modo a hacerlas humanamente asimilables. En aras de semejante propósito acudirán el literato y el artista al desconcertante lenguaje de los símbolos. Simbolizar es actualizar en imágenes, palabras, sonidos y movimientos, esto es, en formas perceptibles cuya virtud estriba en representar algo más que su significado obvio e inmediato, determinadas formaciones o estructuras anímicas inconscientes mediante las cuales revela el universo a la psique humana un orden o, si se quiere, una recóndita verdad de rostro esquivo que acuña en nuestra efímera existencia individual el marchamo de lo numinoso, trascendente y sagrado… En contraste con los signos lingüísticos y demás señales institucionalizadas, cuyas unívocas denotaciones no importan dificultad para quienes están familiarizados con el código de comunicación al que pertenecen, el símbolo al que el artista y el escritor de ficciones apela, exhibe un visaje ambiguo, orlado de bruma, nunca del todo definido porque su sentido no se cifra en un único y excluyente valor semántico, sino que hace referencia de manera simultánea a múltiples realidades, a menudo contrapuestas, pero que, por extraño que se nos figure, se imponen al espíritu bajo el aspecto de una representación de admirables coherencia y armonía.

El símbolo, otrosí, rebosa siempre de afectiva carga. No hay símbolo donde no hay sentimiento. Es el sentir –las fuerzas instintivas que obran por debajo de la conciencia- el que provoca el surgimiento de las imágenes coloridas, vibrantes, densas, estremecedoras que hemos llamado símbolos. Por eso el arte no puede prescindir de tan entrañables criaturas imaginarias, como no pueden tampoco desentenderse de ellas la magia, el mito ni la religión…

Como todas las artes comparten la aludida naturaleza simbólica y son fruto de una misma necesidad o tendencia del espíritu humano, lo que las diferencia o las torna diversas es la materia a la que el artista confía la tarea de simbolizar y el sentido al que principalmente dirige su acción simbolizante… Pero tema semejante es harina de otro costal...
Con lo expuesto creo haber cumplido el propósito que me motivara a borrajear estas cuartillas: hacer hincapié en la necesidad de una urgente renovación y difusión del ideal humanista cimentado en las artes y las letras… Repose ahora la pluma, y sírvale de almohada la ilusión de que no ha sido vano el esfuerzo de estampar estas melancólicas reflexiones.


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