miércoles, 20 de octubre de 2010

LA IDEOLOGÍA DEL MULTICULTURALISMO


A nadie que con ojos exentos de prejuicio consienta echar un vistazo a su alrededor, se le ocultará que el pretendido ocaso de las ideologías (que tantos estudiosos de la sociedad se empeñan en proclamar rasgo distintivo de nuestra época) es tesis que, si se toma en rigor, nos haría correr el riesgo de encaminarnos lejos de la verdad. No hay que ser empecinado en materia de objeciones para advertir que, a la luz de los hechos cotidianos, semejante postulado, no obstante la autoridad y reconocimiento de quienes lo suscriben, revélase cuando menos cuestionable. Y no está al cabo de lo que pasa quien a estas alturas del juego se obstina en ignorar que los magnos credos utópicos arbolados beligerantemente una o dos generaciones atrás, sólo se han resignado a salir por la puerta trasera para consentir que entren por la del frente otros idearios no menos susceptibles, después de todo, de encauzar la energía de las multitudes, por modo similar a como sucedía con los que le precedieron, hacia los estériles pagos del sectarismo y la intransigencia.

            Conminado a rebatir la censura de que tengo en poco al sentido común o que ando en tratos con sofismas de especioso jaez, me propongo en los renglones que siguen hilvanar a punto largo algunos pensamientos acerca de la teoría del multiculturalismo, ideología de flamante cuño que, en mi opinión, ha colmado con creces y excelente fortuna el vacío dejado por el declinar de los viejos y desacreditados ideales de corte ético-político que tan protagónico papel desempeñaran en las dos conflagraciones mundiales del pasado siglo, matanzas cuya estólida furia, para vergüenza y desdoro de la impenitente humanidad, hubimos de sufrir.

            ¿Qué propone el ideal multiculturalista? Algo a prima facie muy atractivo, con lo que difícilmente estaría en desacuerdo ningún individuo razonable: el derecho que tienen las diferentes culturas de los grupos humanos que hoy se reparten el planeta a ser colocadas en plano de igualdad; que se respeten los valores, costumbres, tradiciones y creencias de cada etnia y población; en suma, que se adopte una actitud hospitalaria y abierta frente a los particularismos de las distintas comunidades, por exóticos y extraños que puedan parecernos, y se aplauda en tanto que enriquecedora y positiva providencia la exaltación de sus específicas identidades nacionales.

            Lo dicho –siempre que hayamos interpretado correctamente a sus heraldos-, substancia la quintaesencia del evangelio multiculturalista, doctrina que, de pareja guisa compendiada, diera la impresión de ser epítome de tolerancia, democrática liberalidad y civilizada compostura... Así las cosas, ¿a qué ánimo recalcitrante podría antojársele combatir un ideario cuya prédica parece hacerse eco de algunos de los más irremplazables principios morales de Occidente?

            Porque tengámoslo por seguro: la tolerancia es prueba irrecusable de inteligencia alerta y ecuménica sensibilidad, cuando menos para los que hemos sido educados dentro de la tradición occidental. Y los vientos democráticos que hogaño soplan con mayor o menor reciedumbre sobre casi todos los rincones de la tierra tienden, sin lugar a dudas, a favorecer que la consigna del multiculturalismo sea difundida rápidamente y acogida con fervor por caudalosos sectores de la población mundial que han tenido acceso a cierto grado de instrucción académica.

            Pero, a riesgo de que se me aplique el insultante apodo de cavernícola, insistiré en que la igualación de las plurales culturas a que el aludido ventarrón democrático propende se me antoja, en lo fundamental, nociva y peligrosa. Pues por lo que toca a los valores medulares de cada forma cultural –los que rigen la convivencia e instauran el orden de las instituciones e individuos-, no creo que siempre puedan los de una sociedad resultar compatibles con los de otra. La misma virtud suprema de la tolerancia tiene sus límites. Para que esta última no se exponga a sucumbir es preciso que no toleremos determinadas prácticas, por bien afianzadas que estén en las costumbres de cualesquiera comunidades. Sería irresponsable y hasta suicida que por respeto a convicciones y hábitos ajenos demos en permitir, sin ni siquiera levantar nuestra voz de protesta, conductas que sólo cabe tildar de atroces y supersticiosas... Bajo ningún concepto debe Occidente abonar estilos de vida signados por la barbarie y el fanatismo, repudiables maneras de actuar que no pocas tradiciones y creencias sancionan, a las que la ideología del multiculturalismo, acaso sin percatarse, extiende complacida su bendición al entonar la apología de la identidad cultural y de las diferencias de modos de vida en que esta se funda.

            La gravísima amenaza que la tesis multiculturalista fragua es ésta: al romper lanzas a favor de la equiparabilidad de todas las tradiciones, endosa el derecho a existir de extremosos comportamientos dogmáticos irreconciliablemente enemistados con los principios de libertad y tolerancia sobre los que se yergue la civilización occidental moderna. Porque –que nadie sea llamado a engaño- como ningún grupo humano, étnico, religioso o nacional está dispuesto a renunciar a sus primordiales concepciones del “correcto” vivir, el multiculturalismo, salvo en su desleída versión turístico-folclórica (maneras de vestir, alimentarse, divertirse, etc.) no es un programa social viable. Directamente nos conduce y a corto plazo –no hay que presumir de arúspice para anticiparlo- a un explosivo callejón sin salida.
            

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