miércoles, 20 de octubre de 2010

MARÍA AYBAR O LA MAGIA DEL COLOR Y LA LUZ


            PRIMER PERÍODO: TANTEOS Y AFIRMACIÓN



            Si bien es cierto que María Aybar hace su formal aparición pública en el escenario de la pintura con su primera exposición individual, inaugurada el tres de noviembre de 1972 en Santo Domingo en la ya desaparecida Galería la Colonial, cometeríamos un error de a folio si diésemos en pensar que antes de esa fecha las obras concebidas por la artista o desaparecieron o es preferible hurtarlas a la mirada curiosa de la crítica guardándolas en la buhardilla polvorienta donde suelen ir a parar los ensayos balbucientes del aprendiz.

            Otra es la realidad. Cuando la pintora resuelve darse a conocer profesionalmente en su país con la primicial exhibición a la que hemos hecho referencia, lejos está de ser una neófita de inexperta mano, concepto inseguro y técnica vacilante. No es una adolescente recién egresada de Bellas Artes la que, a comienzos de la década de los setenta, sorprende al público con una muestra de óleos que nadie esperaba. Hállase en su trigésimo segundo año de vida. Es, por descontado, una mujer joven, pero a la que no cabe calificar de chiquilla inmadura. A esa edad numerosas paletas ya han fraguado renombre y cuentan en su haber con una alongada lista de exposiciones individuales.
           
            Sin embargo, María Aybar era hasta ese instante mismo desconocida en el medio pictórico vernáculo... ¿Por qué? ¿A qué atribuir semejante anonimato, tanto más sorprendente cuanto que se da en el Caribe, región del mundo en donde el artista suele imitar a la gallina, que no ha acabado de poner el huevo y ya arma tremendo alboroto cacareándolo?

            Procuremos explicar lo sucedido: Para empezar, María Aybar se consagró a la pintura por amor al color y a la luz, por genuina e irreprimible vocación, porque dicha actividad le placía, porque su talante espiritual se hubiera visto seriamente menoscabado de no prestar ella oídos a tan imperioso reclamo artístico.

            Se comprende entonces que, mudada a Bogotá, donde se estableciera cuando a los veinte años casó con su primer esposo de nacionalidad colombiana, en vez de proseguir los estudios de arquitectura que la boda y el traslado interrumpieran, -cosa que perfectamente hubiera podido hacer-, escoge abandonar dicha carrera, que para ella constituyó siempre un “mal menor” al que tuvo que plegarse mientras dependía de sus padres, y resuelve ingresar en calidad de estudiante regular en el recién abierto Taller de Pintura del maestro David Manzur.

            Tan intenso es su deseo de pintar que para costearse los estudios no duda en impartir clases particulares de inglés. Y cuando algún tiempo después las dificultades económicas arrecian y ella le anuncia a Manzur que se verá obligada a abandonar los cursos porque ya no puede sufragarlos, éste le responde: “Una persona de tu talento no tiene que pagarme; tiene que pintar...” Desde ese momento fue María la única estudiante favorecida con una beca en esa institución; beca que le permitió concluir exitosamente los cinco años reglamentarios de exigente formación académica.

            No obstante, como señaláramos párrafos atrás, la dominicana (que empleaba el grueso de su tiempo libre en el ejercicio de la pintura y que durante esa etapa produjo no menguado número de obras estimables, alguna de las cuales no tardaremos en examinar), para esa época no soñaba ni remotamente en convertir la labor artística en fuente de ingresos o de manutención, no le había pasado por las mientes hacer del oficio en el que ya había adquirido indudable pericia y al que su naturaleza y aptitudes la inclinaban un modus vivendi... Harto satisfecha se sentía María con poder vivir para la pintura; no se le había ocurrido aún vivir de ella. Y mal haríamos en olvidarlo, en este nuestro metalizado mundo contemporáneo la marca que distingue al profesional de la pintura del que no lo es en nada remite a virtudes de dedicación, destreza o creatividad, sino al hecho mondo y lirondo de que el pintor obtenga el sustento con el producto de su trabajo. Lo cierto es que para entonces, si bien eventualmente durante su estadía en Colombia exhibiera algunos lienzos en colectivas, si bien vendiera por excepción uno que otro cuadro (buena parte de ellos los regalaba a sus amigos y familiares), la petromacorisana no había sentido todavía la necesidad de introducirse en los circuitos comerciales... ¿Por qué trocar el arte en un negocio cuando no hay motivo para ello en vista de que la subsistencia ya la tiene asegurada gracias a la remuneración modesta pero segura del esposo y de que cuando pinta no persigue renombre sino la gratificación espiritual y estética que sólo la creación desinteresada proporciona?

            No será pues motivo de asombro para nadie que los trabajos de esta etapa bogotana, al gestarse en tan peculiares circunstancias, al no haber sido –discúlpeseme la expresión- “presentados en sociedad” a través de las galerías de arte y exposiciones museísticas, ni se encuentran reseñados en los consabidos catálogos que dan fe de la trayectoria pública de la artista, ni tampoco resulta fácil acceder a ellos por hallarse dispersos en decenas de colecciones privadas, la mayoría en territorio colombiano.

            Las obras ejecutadas en este ciclo, (el cual abarca unos ocho años aproximadamente), son tanto abstractas como figurativas, ejecutadas todas ellas sobre la base del principio de la simplificación geometrizante, de una esquematización acusada que nos coloca en los antípodas de la visión realista o de la mimesis de convencional tesitura académica.

            Tan resuelta opción por una estética ajena a las prescripciones del naturalismo acaso haya que atribuirla en alguna medida a la influencia de la enseñanza que la aventajada alumna recibió en el Taller Manzur. En efecto, a tenor de lo dicho, no luce improcedente la suposición de que, bajo el ascendiente de las tendencias artísticas en boga en Norteamérica, -de donde acababa de llegar a su natal Colombia-, David Manzur había por entonces sucumbido a la atracción del geometrismo abstracto. Así, por vía de ejemplo, comentando el Tríptico para la muerte de un pájaro que el eminente maestro de María Aybar expusiera en Washington, y que fuera objeto de una seria reflexión en The Washington Post de la reconocida crítica de arte Leslie Ablander, Marta Traba observa que el joven pintor “quita concreción a las formas, borra los límites, las hunde en la pura atmósfera llena de transparencias que parece ser privativa de Obregón, al menos en la pintura colombiana.”  Párrafos antes, la aguda crítico latinoamericana, cuya desaparición a destiempo en un trágico accidente aéreo todos hubimos de deplorar, había señalado que Manzur estaba librando una encarnizada batalla consigo mismo por “comunicar profundidad y seriedad al acto creativo”; y que el aludido autor se interesaba “por las formas más líricas y generales del arte”, en un esfuerzo por insuflar “valor estético a la gracia y la poesía.”
           
            Pues bien, el lirismo, la búsqueda de equilibro y proporciones ajena a toda preocupación de fidelidad representativa, el jugar libremente con las formas y los materiales con mira a alumbrar criaturas plásticas cuya vitalidad, sentido y coherencia sólo a sus inmanentes valores visuales remitiera, en fin, la entrañable dimensión poética que privilegia lo constructivo sobre lo imitativo es lo que en esta primera fase pictórica de María Aybar se destaca como esencial propuesta artística; aserción que por más que pueda parecer enfática o excesiva, y hasta quizás impertinente, lejos de ser desmentida por los hechos, se verá confirmada apenas curemos de examinar con alguna atención los escasos cuadros de que disponemos, –frutos primerizos cuanto suculentos del pincel de la dominicana-, en el período que nos incumbe.

            La obra fechada en 1965 que lleva por título Geométrico abstracto no nos dejará mentir. Trátase de una creación de reducido formato (apenas cuatro y media por seis y media pulgadas) en la que la artista emplea con indudable solera y resultados plásticos altamente satisfactorios una técnica mixta que incluye el collage de papel sobre papel, la tinta y la témpera... El enfoque es cabalmente abstracto. No tuvo la autora la menor intención de representar objetos del mundo cotidiano. Por el contrario, constatamos que, a modo de planos geométricos de los que surge una composición arbitraria pero armónica, se complace ella en combinar el collage con una lánguida pigmentación que tiende a generar una atmósfera tenebrista y misteriosa. El cuadrito es delicado, de exquisita vaguedad. La pintora está interesada notoriamente no en el color sino en la luz, o sea, en los insinuantes desplazamientos tonales que procuran engendrar un universo propio de íntimas laxitudes, orbe extraño y cautivante en el que la pupila del observador queda sin remedio aprisionada. A su vez, la seductora labilidad de los matices cromáticos, en donde el sepia dominante brinda un toque acertado de añejamiento melancólico, se ve compensada con las nítidas formas que, a manera de dibujo geométrico, proporcionan los recortes de papel añadidos. De la mezcla del collage con las tintas y la témpera brota inopinadamente una tercera dimensión, un espacio interior que convida a la inmersión exploratoria y a toda suerte de oníricas auscultaciones.

            He aquí, pues, que la perspectiva abstracta asumida con plena conciencia por la dominicana no conduce a los parajes graciosos pero superficiales del decorativismo, –peligro al que el enfoque abstracto siempre está expuesto-, sino a una..., ¿cómo decir..., densificación de la vivencia, a una especie de consolidación poética del sueño y el añoro.
              
            Semejante propensión a convertir la obra en receptáculo privilegiado de experiencias emocionales, núcleo irradiador de una visión personal y única, a transformar el lienzo en algo más que una superficie agradablemente coloreada, asoma claramente desde esa temprana data en las creaciones de María Aybar y, pronto lo veremos, pareja nota distintiva nos saldrá al paso como una de las constantes fundamentales de su trayectoria plástica.


           

SEGUNDO PERÍODO: UN PLANTEO LÍRICO FIGURATIVO




Desde comienzos de los setenta hasta aproximadamente mediados de esa década, vamos a comprobar que la pintora, –quien luego de su divorcio ha vuelto a residir en Dominicana-, persiste en la propuesta estética a que acabamos de referirnos; insiste en explorar los fascinantes secretos de la luz, (cuestión que la obsesiona), sin por ello renunciar en ningún momento a insertar las imágenes dentro de un esquema compositivo cuya rigurosa sencillez obedece a cierta firme vocación de economía y equilibrio a que su sensibilidad propende, proclividad reforzada acaso en buena medida merced al ejercicio concienzudo de la abstracción. Pero si bien el cometido plástico fundamental es el mismo: conjurar una visión de acariciante luminosidad, no dejan de aflorar en esta segunda fase creadora de la artista cambios claramente perceptibles que tocan aspectos nada triviales tanto de la figuración como de los medios empleados, innovaciones que una crítica medianamente escrupulosa no se resignaría a preterir.

Del período que estamos considerando tengo copia de razones para pensar que la novedad ostensible hasta para el más distraído observador es que ya no estamos ante pinturas puramente abstractas, esto es, ante formas que por modo calculado y consciente esquivan la representación, sino que ahora las imágenes que la tela ofrece aluden a objetos y seres del mundo cotidiano extra-artístico, aun cuando, –nunca en ello haremos suficiente hincapié-, sin el menor asomo o voluntad de fidelidad imitativa. Avanzo a más y digo que lo que se ha producido con la introducción del elemento figurativo, antes que ruptura constituye una hasta cierto punto lógica y perfectamente meditada evolución. Pues si innegable resulta que en los cautivantes cuadros de esta etapa reconocemos formas que representan lunas, seres humanos, vírgenes y paisajes urbanos, no es menos verosímil que tales figuras, diseñadas bajo un enfoque más cercano a lo constructivo que a lo descriptivo y ajenas a toda intención ilustrativa, siguen siendo, antes que otra cosa, masas y planos coloreados sobre los que la composición se sostiene, como sucedía con las imágenes abstractas de la época anterior.

En resumidas cuentas, que en las obras que en este preciso instante ocupan nuestra atención, el sesgo figurativo –aunque en punto a expresividad y carga afectiva no admite ser desconocido ni menospreciado- luce, al menos para nosotros, harto más incidental que esencial al concepto plástico que la artista procura y logra explayar. De hecho, en los cuadros de marras el tema figurativo viene a ser un subproducto aleatorio de los procedimientos plásticos involucrados y de la técnica empleada...

Ensayemos una explicación:  La pintora se aplica a trabajar el lienzo con transparencias de óleo. El efecto lumínico, matizado, cristalino, rico, procede pues del fondo en la medida en que la mano unta, extrae y difumina el pigmento. Va así surgiendo una composición en la que ciertas manchas y planos cromáticos sugieren formas que el ojo, como suele ocurrir cuando contemplamos las nubes, por la inercia de la costumbre no puede menos que identificar con objetos familiares. La artista entonces reafirma con collage de telas y pintura directa al óleo lo que el azar, siempre dadivoso,  ha tenido el empeño, la travesura o el antojo de obsequiar.

Consigue así María Aybar crear un universo plástico de talante poético. Sus más característicos atributos expresivos son, y esto lo tengo por enteramente digno de fe, la delicadeza, la suavidad y variedad de tonos por cuanto atañe al color, dentro de una gama que tiende al monocromatismo, y, por lo que hace al plano estructural, un ordenamiento de las masas cuyo equilibrio halaga plenamente la mirada.  
           

 

TERCER PERÍODO: LA EXPOSICIÓN DE 1972



           
Si de apariencias no me pago, la siguiente fase creativa de María Aybar tuvo que dejar desconcertado al grueso de las personas que hasta ese momento había seguido y cortejado la trayectoria plástica de la petromacorisana.
           
            En efecto, dificulto que nadie con un mínimo de conocimiento acerca del temple de los cuadros que para esa data el numen de Aybar  había plasmado, hubiera podido predecir lo que en esa primera exposición individual de 1972 en la galería La Colonial se le tenía reservado. Pues si de algo podemos estar ciertos es que los óleos de rancio linaje a que ahora aludo nos enfrontan a un radical replanteo en lo atinente a las exploraciones plásticas, técnicas y conceptuales a las que la paleta de la dominicana, durante los años precedentes, nos había acostumbrado.

            Expresado en buen romance paladino, sólo una sensibilidad refractaria al embrujo del color y la línea se atrevería a poner en entredicho que las telas de la muestra que estamos comentando, prima facie, dan la impresión de haber sido gestadas por mano diferente a la de nuestra pintora.

            Henos aquí ante cuadros de clásica tesitura, de estirpe académica, en los que el bodegón y las naturalezas muertas, –objetos sencillos del entorno cotidiano-, son los indiscutibles protagonistas. Refiriéndose a esos óleos supo señalar con acierto Fernando Peña Defilló, eminente artista del pincel que entonces ejercía la crítica, que la pintora sabía “armonizar tonos y conseguir muchas veces las cualidades que busca.”; añadiendo luego que “su cromatismo es limpio y de tonos transparentes, no hay insistencia ni repintados, lo cual es una gran virtud y demuestra la honestidad que orienta a esta pintora en los comienzos de una trayectoria que habrá de mantenerse dentro del comedimiento y la mesura.”.

            Retomemos, empero, la cuestión del abrupto cambio de enfoque que, como habíamos aventurado en líneas que anteceden, trajo consigo esa muestra inicial de la artista que nos ocupa.

            En lo que a la estrategia de untada concierne, la novedad consiste, -verdadero punto de inflexión-, en que la pintora ya no trabaja con veladuras, (procedimiento aprendido en el taller de Manzur), sino que, por vez primera, la vemos mezclando directamente los colores en la paleta al modo de la escuela española que fundara Velásquez. Pareja mudanza en la técnica responde sin duda a la influencia del que en esa fecha era su esposo, el pintor León Bosch, cuya obra, ampliamente conocida en nuestro país, acusa el ascendiente de la gran pintura barroca peninsular.

            Sin embargo, influencia no significa imitación. Por poco que nos detengamos a comparar los bodegones de Aybar con los cuadros que en ese momento León Bosch realizaba, advertiremos obvias y nada irrelevantes diferencias. Las naturaleza muertas que Aybar exhibió en La Colonial, se distancian de las telas del que en ese entonces era su esposo en algo fundamental: la coloración. Y procede aquí recordar que la pintura es, antes que nada, color. El tratamiento del color hace al pintor. La sensibilidad para percibir sus infinitos matices y plasmarlos en el lienzo, a no juzgar el lector de otra manera, es y previsiblemente seguirá siendo el don secreto de los creadores del pincel.

            Así las cosas, no cabe calificar de discrepancia menuda la clara voluntad de María Aybar por liberar el color y conseguir una mayor luminosidad en las obras que estamos comentando, prescindiendo en aras de ese objetivo de las tierras de sombra tostada, de los oscuros sepias propios de la escuela tenebrista barroca... ( “colores quemados” los llamaba Manzur), que León Bosch nunca o casi nunca dejaba de aplicar.

            Parejo agrisamiento de la paleta, unido a una acuciosa indagación en el terreno de la composición y la textura constituyen inequívoca señal de que nuestra pintora, aun en el más trillado y tradicional de los enfoques, no deja de experimentar, de ser ella y de buscar en lo que toca a la expresión de la belleza su propio y singular camino.



CUARTO PERÍODO: VUELTA A LA TRANSPARENCIA Y AL COLLAGE




            No había agotado sin embargo María Aybar las cuantiosas posibilidades que, en lo concerniente a experimentación y estéticos logros, la anterior modalidad plástica, es decir, la pintura elaborada con transparencia, difuminados y collage, prometía. Además, tan atractiva vertiente pictórica tenía la ventaja de ser, hasta donde estamos enterados, una primicia en República Dominicana, habida cuenta de que antes de que la pintora de San Pedro de Macorís regresara de Colombia a su isla natal e introdujera parejo estilo y factura, nadie o casi nadie en el medio artístico criollo laboraba con los planteos y el concepto a que nos estamos refiriendo; los cuales, -lo apunté hace poco y ahora lo remacharé-, constituían parte esencial del bagaje de destrezas y conocimientos que Aybar adquiriera en Bogotá, bajo la avisada tutela de su maestro David Manzur.

            Sea lo que fuere, hemos de tener por cosa averiguada que la aprovechada alumna del eminente pincel colombiano retorna a la transparencia y al collage porque, amén de lo expuesto en el párrafo que precede, tanto la enseñanza recibida como la práctica por ella desarrollada en la patria de Obregón y Botero, la orientaban hacia ese género de trabajo artístico... Consideraciones estas últimas a las que acaso no sea improcedente agregar que semejante estilo pictórico, en que sin duda priman la exquisitez, la ensoñación y una atmósfera de poesía honda y recoleta, congeniaba perfectamente con la femenina sensibilidad de una artista que para esos años de desafíos existenciales y profesional afianzamiento se complacía, quizás a manera de lícita evasión, en la nostalgia y el recuerdo.

            Argüiría, sin embargo, menguada perspicacia suponer que la artista, en el lapso de siete años que media entre el 73 y el 80, -ciclo al que aproximadamente corresponde la concepción estética que nos ocupa-, se circunscribió a repetir con monótona insistencia lo que había plasmado su paleta en época anterior. No es así. Un somero repaso de las obras que expusiera en las copiosas muestras individuales llevadas a cabo durante el mencionado período nos pone sobre aviso de inmediato acerca de un hecho cuya importancia difícilmente cabe sobreestimar: la creciente riqueza de temas e imágenes, que se explaya y entroniza sobre una aplicación siempre más matizada, delicada e insinuante del medio y la materia, con el propósito de poner de resalto las virtudes eminentemente plásticas de la composición, la textura y el cromatismo tonal.

             En esta etapa de su trayectoria pictórica María Aybar abre las compuertas de su imaginación a múltiples motivos: sigue elaborando telas puramente abstractas con las que alcanza un armonioso compromiso entre el orden estructural constructivo de traza intelectual y el juego evanescente de manchas de color, cuya presencia genera espacios misteriosos que apelan por directo y espontáneo modo a la sensibilidad y al inconsciente.

            Empero, no se nos oculta que en esta fase creadora predomina el elemento figurativo: bodegones, objetos familiares, marinas, rincones arquitectónicos de la ciudad colonial de Santo Domingo, perspectivas de San pedro de Macorís, entre muchos otros temas cuyo registro a esta página traería jubiloso si de prolijo y desconsiderado no temiera pecar.

            Por lo demás, me incluyo en el número de quienes juzgan que en punto a equilibrio compositivo, opulencia de pigmentación y armonía tonal, las obras del período que estamos analizando seducen la mirada en virtud de un aliento expresivo de lírico jaez y talante melancólico no exento, sin embargo, de cierto lúdico cariz a cuya manifestación contribuye la manera como la artista integra a la superficie del lienzo el material extra-pictórico, el cual, en lugar de insertarse en la figuración en tanto que elemento autónomo de ajena procedencia, tiende a acogerse al plano de lo pictórico puro, complementando con el relieve que su añadido aporta el movimiento de las formas y la insoslayable hegemonía del color y la luz.

            Hasta qué extremo los cuadros de este ciclo plástico de la dominicana lograron calar en la sensibilidad de cuantos tuvieron la ventura de contemplarlos, da fe el hecho de que, en la exposición individual de 1974 con la que la etapa pictórica de que tratamos se inaugurara en la ya desaparecida Galería Auffant, las 25 obras exhibidas fueron adquiridas en un santiamén.

            Concluyamos esta inspección a vuelo de pájaro por la comarca de la creación pictórica que la paleta de María Aybar nos obsequiara durante el lapso del 73 al 80, subrayando que, tal y como apuntáramos líneas atrás, la artista petromacorisana, lejos de conformarse con los excelentes resultados estéticos obtenidos, continúa perfeccionando su untada, ensayando nuevos materiales e introduciendo una fantasiosa iconografía que hasta ese momento no había aparecido, en la que pronto tendrá papel predominante una obesa fémina de púdica y regocijante apariencia a la que la pintora conferirá el risueño nombre de Sisebuta.

            Pareja figura, que años después ocupará sitial de honor en el universo plástico de María Aybar, surgió por espontánea vía a resultas ciertamente de las preocupaciones filosóficas y vivencias de la artista, pero también a partir de sus continuas experimentaciones con soportes de madera enyesada, superficie a la que a seguidas añadía collage de papel, veladuras de óleo y baño de cera.

            Fueron abundantes las exhibiciones llevadas a efecto durante el período que estamos comentando, por lo que el lector agradecerá le ahorre una innecesariamente prolija referencia... Expuso ella varias veces en Santo Domingo; también en Santiago, en San Pedro de Macorís, en Bogotá. Y es imperativo recordar que en esos años (del 76 al 77, para ser más exactos), la pintora, con una beca del entonces Instituto de Cultura Hispánica, viajó a Madrid donde estudió restauración y técnicas antiguas de pintura en la renombrada academia de San Fernando.

            Del 78 al 79 nuevamente se ausentó ella, esta vez para volver a Bogotá; allí, durante un año, prosiguió su aprendizaje con Manzur, quien en esta ocasión la hizo trabajar con la técnica académica consistente en mezclar los pigmentos en la paleta para colocarlos de manera directa sobre el lienzo.

            El regreso de María Aybar a su país de origen luego del fecundo paréntesis bogotano cierra el ciclo creativo que nos ocupa y abre una nueva fase de búsqueda plástica sobre la que, a seguidas, arriesgaremos algunas apreciaciones.

           
           

QUINTO PERÍODO: BODEGONES Y SOMBRAS




            Si estoy al cabo de lo que pasa, y no creo hallarme incurso en inexactitud al proponerlo, la llegada de María Aybar a su amada tierra de Quisqueya en 1980, luego de su segunda estada en Bogotá, marca un significativo punto de inflexión en la ascendente trayectoria de la artista.

            En efecto, por lo que toca a su quehacer pictórico, dos cosas saltan a la vista a partir de este momento, dos cosas que ningún historiador o crítico de arte responsable que emprenda el estudio de la evolución estética de la dominicana podría dejar de registrar, aun cuando, al faltar ese enjundioso examen, se me hace poco menos que evidente que  hasta ahora nadie había reparado en el asunto.

            Puntualicemos: a lo que procuro aludir es al hecho de que desde 1981 en adelante, -fecha de su crucial exposición de bodegones en Daniel’s-, María Aybar , primeramente, abandona para siempre la técnica de la pintura por transparencias y la línea de experimentaciones a que pareja modalidad de untada la induce, para adoptar con definida asiduidad la práctica del esparcido directo del pigmento sobre la tela, mezclado previamente en la paleta a la manera clásica que impusiera desde tiempos no por remotos prescindibles el inmenso Velásquez; y, en segundo lugar, desde ese alborear de la década de los ochenta, las etapas expresivas de nuestra pintora van a sucederse vertiginosamente, fruto de una incoercible voluntad de indagación conceptual en el terreno del color y la luz, al extremo de que –caso insólito y desconcertante en el medio plástico criollo, dado al facilismo y a la acomodación- casi en cada una de las muestras individuales que a partir de entonces ofrece, la artista se renueva colocando ante nuestros ojos temas, visiones, enfoques de la índole más diversa que quepa imaginar.

            Las dos afirmaciones que acabo de traer a colación, lejos de reputarlas anodinas, conviene sean tasadas atendiendo a su genuina importancia que, en cuanto puede conjeturarse, se vincula con el acrecentamiento y adelanto de la carrera artística de la pintora y con el considerable ensanchamiento y versatilidad de su firmamento estético.

             Por lo demás, en lo atinente a su desistimiento de la técnica de las transparencias, podríamos aventurar el siguiente comentario: de una parte, María Aybar se sintió perfectamente a gusto con la nueva modalidad de untar, –en realidad viejísima-, que acababa de practicar el en taller de Manzur, acaso porque entrevió en la misma, no obstante respondiese a venerable tradición académica, un cúmulo de posibilidades expresivas que su pincel no había husmeado aún, acaso también a consecuencia de que su refinado espíritu y sólida cultura universal en materia de historia del arte la hicieran consciente de la nobleza y señorío del procedimiento al que ya nos hemos referido que consiste en mezclar los colores en la paleta para extenderlos luego sobre el lienzo. Y, de otra parte, tengamos por seguro que llegó al convencimiento la pintora de que con las transparencias había conseguido lo que se proponía, de modo que de continuar por ese camino se habría visto forzada a repetirse...Y si algo no tolera la sensibilidad de María Aybar es la repetición de formas, temas y perspectivas plásticas. Antes que verse incursa en semejante práctica, que el comercio del arte ha sacralizado en los días que corren, prefiere ella no pintar.

            Esto último, a su vez, enlaza con lo que en párrafos que anteceden aseveramos en torno al hecho de que la dominicana, desde la mencionada muestra de bodegones en Daniel’s, no cesa de asombrarnos con sucesivos y constantes mutaciones iconográficas que, lejos de obedecer a los caprichos del azar, tienen su origen y fundamento en la exigencia de agotar las virtudes expresivas del medio y la materia como, otrosí, en la necesidad de dar salida en el plano estético a las preocupaciones existenciales y filosóficas que iban surgiendo en su fuero íntimo en el transcurso de esos años de frenética y aleccionadora actividad.

            Sobre la individual que nuestra pintora presentara en 1981 en Daniel’s se explayó Fernando Ureña Rib con juicios penetrantes que en gran medida, –para regocijo de quien  estos renglones lee-, ahorra cualquier abundamiento de mi parte.  Decía el artista y crítico: “...los temas de las pinturas de Aybar no podrían ser más cercanos a nosotros, ni más permanentes. Lo que importa está más allá de la imagen básica que usa a la naturaleza como punto de apoyo. En realidad María Aybar nos enfrenta a la interacción de la luz, a pesar del uso sobrio y denso del color.  Se nos pone frente a gradaciones muy sutiles, a variaciones tonales apenas perceptibles, al uso novedoso de la sombra como elemento básico de la composición. En instantes, ésta llega a dominar de tal modo el cuadro, que lo protagoniza.”.

            Toda la razón asiste al que así interpreta y valora los cuadros de la referida exhibición.

            Es notorio que en los mentados bodegones, –género casero y menor a juicio de muchos-, no se propuso la artista petromacorisana representar de manera verosímil y atractiva calabazas, aguacates o melones, cometido honrado pero exento por entero de originalidad al que se aboca la mayoría de quienes cultivan pareja vertiente temática. Como acertadamente apunta el comentarista citado ut supra, las frutas son aquí mero pretexto que permiten, a partir del objeto cotidiano, anodino y opaco, crear un mundo signado por el misterio. Semejante misterio nace del concepto contrastivo y dualista que preside la composición: Aybar opone sistemáticamente lo real y tangible, (la fruta), a lo virtual e intangible, (la sombra que la fruta proyecta), abriendo un inesperado espacio de extrañamiento, de metafísico tremor que el ojo que tales imágenes contempla no puede menos que asociar con las polaridades primigenias del universo: el yin y el yang, la vida y la muerte, la luz y la oscuridad, el alma y el cuerpo...

            A pareja apreciación contribuye, además, el hecho de que la pintora, aun planteando una figuración de contundente y sobria volumetría realista, omite los pormenores descriptivos de la superficie de jarros y frutos, en virtud de lo cual asciende, –y en ese ascenso nos eleva a nosotros-, de lo particular y contingente a lo general, a lo arquetípico y abstracto... Parejo salto de lo visual a lo cognitivo, de lo doméstico a lo mítico, de lo trivial a lo profundo es la auténtica propuesta de estos cuadros, su verdadero tema. Bodegones, comunes bodegones sólo parecerán a una pupila menesterosa y nesciente, a una sensibilidad refractaria al espíritu que, en ocasiones afortunadas como ésta, mana del color y la forma.


SEXTO PERÍODO: COLABORACIÓN CON FAUSTINO PÉREZ




            El talante innovador y la arraigada propensión a explorar plurales dimensiones expresivas, -cualidades señeras de María Aybar-, van a ponerse de manifiesto una vez más con motivo de la muestra que en la entonces Galería de Arte Moderno fue inaugurada el 17 de noviembre de 1983.

            En esta ocasión, para perplejidad y regocijo de los aficionados a la pintura de nuestro medio, la artista propone al contemplador una creación que en punto a concepto no tenía en Dominicana precedentes, y acaso tampoco fuera del país.

            En efecto, ahora la petromacorisana toma como base de su trabajo plástico fotografías de Faustino Pérez, -en realidad montajes elaborados mediante la técnica de la superposición de imágenes de diapositivas-. Pareja colaboración entre el pincel y la lente era y sigue siendo iniciativa inédita o cuando menos infrecuente en el universo de las artes pictóricas.

            Quizás se me replique que desde que la fotografía, bastantes décadas atrás, se convirtió en parte consueta de nuestra vida cotidiana, los pintores no dejaron de servirse con entera libertad, para llevar a cabo su cometido plástico, de las imágenes que el milagroso invento mecánico les proporcionaba. ¿Por qué entonces empeñarnos en atribuir novedad a lo realizado por Aybar en la referida muestra de óleos de gran formato a la que su autora bautizara  con el sugestivo nombre de Foto-fantasía pictórica? ¿Qué tiene de insólito que a finales del siglo XX el pintor se apoye en la fotografía para desarrollar su labor? ¿Acaso en el pasado no recurrieron también magnos artistas al auxilio de la caja negra para dibujar y componer lo que tenían en mente representar sobre la tela?

            Ensayemos satisfacer la inquietud, -por demás plenamente justificada-, que las preguntas que anteceden revelan...

            No escasean las razones para pensar que una cosa es la fotografía en cuanto que medio que sustituye con ciertas ventajas y –todo hay que decirlo- también limitaciones a los objetos que el artista desea escoger a guisa de modelo de su representación, (y ¡mucho cuidado!, la idea que ahora expongo tiene validez tanto si el pincel se ajusta de manera estricta al enfoque de la lente cual ocurre en el llamado foto-realismo, como si se contrae a emplear la foto en tanto que motivo de inspiración que el numen del pintor modificará a su antojo), una cosa, repito, es esto y otra muy distinta lo que María Aybar llevó a término en la exhibición de marras.

            En la misma tropezaremos con que la artífice, lejos de valerse de la fotografía a modo de mero documento o guía para plantear su propia ficción pictórica, acomete la arriesgada cuanto inusual empresa de –siendo fiel a la imagen que el fotógrafo Faustino Pérez le ofrece-, trasvasar al rico medio plástico del óleo, esto es, al espíritu de lo pictórico, las formas que en la película sensible acuñara la luz.

            El concepto estético que se explaya, ostensible y triunfal, en las obras de la que estos escolios tratan es inequívoco: la fotografía, aun la de estirpe artística –como a no dudarlo era la de Faustino Pérez que nuestra pintora seleccionó-, se aviene a lo plano y lineal; tal es su naturaleza, producto del sofisticado procedimiento técnico a que parejo arte visual responde con el objetivo de que la luz impresione una superficie de papel químicamente preparada. En contraste con ello, el ideal que endosa la pintura realista (interesada en generar la ilusión de verosimilitud, espacio, profundidad, atmósfera y volumen), conduce, en lo que a su propuesta estética concierne, por una vía si no opuesta a la de la cámara, por seguro, -si la verdad me asiste-, diferente... El firmamento pictórico, -lo tengo por cosa averiguada-, es el de la tonalidad, el de las sutiles gradaciones del cromatismo, el de los delicados matices del modelado, el del juego de la sombra y la luz, el de las armonías y texturas cuyo opulento viso expresivo la fotografía, ni siquiera la más sofisticada, podrá igualar.

             En la muestra que nos ocupa la pintora se consagra a trasponer el lenguaje mecánico y moderno de la lente al idioma manual de alto coturno del pincel. Así pues, su impulso creativo se concentra no en la elaboración de las imágenes, que vienen dadas por la foto, sino en la manera de verter sobre la tela las figuras que la diapositiva ofrece. Es la suya una labor de traducción. Mas en la esfera del arte toda traducción que aspire a captar el alma de lo expresado debe ser creadora. No puede circunscribirse a copiar literalmente, con servil actitud, lo que otra inteligencia y sensibilidad con ajenos medios produjeran.

            El estupendo logro de María Aybar en los cuadros de la referida exposición en eso estriba: haber atinado a gestar un mundo misterioso y poético de innegable consistencia plástica, orbe que siendo fruto genuino del temple expresivo del arte de la pintura, ni por un instante traiciona la esencia del discurso fotográfico en que se arraiga.


 

SÉPTIMO PERÍODO: LOS BODEGONES “SURREALISTAS”




            He aquí, sin embargo, que a fines del 84 la nueva muestra que en las paredes de la galería Daniel’s cuelga la artista, marca el retorno, al menos en lo que a la representación atañe,  a uno de sus temas predilectos: el bodegón, la naturaleza muerta.

            Empero María Aybar, como hace poco anotáramos, no se repite. Es uno de sus principios estéticos cardinales que el pintor que cure de respetar al publico no debe hacer una exposición pública y formal de su creación a menos que los trabajos que vaya a mostrar presupongan en punto a concepto, enfoque o técnica un emprendimiento diferente del que hasta ese momento había monopolizado su mente y pincel.

            De modo que, fiel consigo misma, la artista vuelve al bodegón, -género que siempre la ha atraído, entre otras cosas porque le permite en la intimidad del taller el estudio sosegado del volumen, la textura y la luz-, pero vuelve para hacernos partícipes de una singular propuesta expresiva que en nada guarda relación con las obras previas de su autoría que sobre dicho tema conocíamos. Cambiar siendo ella misma, mudar la forma conservando la esencia, tal es el desafío de María Aybar, acaso su más encumbrado logro y, sin discusión posible, aquello que la convierte en caso excepcional en nuestro medio plástico asaz acomodaticio y escasamente dado a la seria indagación.

            Posiblemente a la recién aludida faceta de nuestra creadora, o a algo muy parecido se refería la ineludible crítico franco-dominicana Marianne de Tolentino cuando, a propósito de la exposición de bodegones que estamos comentando, empleaba el vocablo “renovación” para caracterizar la evolución artística de la paleta de la petromacorisana, aclarando que si hablaba de renovación era porque “esa pintora no rompe con temas, técnicas y estilos anteriores. Les da otra orientación, otras modalidades que le permiten tanto una inventiva privilegiada como una sólida formación académica(...)”.

            No me será plausible sino corroborar la idea que acabo de tomar en préstamo a la consagrada crítico doña Marianne de Tolentino. Como también debo reconocer que no anda descaminada Laura Gil cuando, en torno a los cuadros de pareja exhibición, destaca: “El dibujo, la precisión tonal, las sombras y los reflejos, contribuyen a ese sentido de solidez de las cosas, tan quietas y silenciosas como manipulables.”.

            Lo cierto es que estos óleos, amén del poder de seducción de su vivo pero sobrio colorido, de la corporeidad casi tangible de las imágenes representadas, de la equilibrada estructura compositiva y de la atmósfera lírica y sonreída de la que emerge la figuración, además de ello, reitero, tales bodegones cautivan la mirada en virtud de su extrañeza, fruto del contraste entre el convincente realismo de los objetos pintados, (platos, bandejas, copas, jarras, frutas tropicales, guitarras, serpentinas y cintas), y el juego de planos y perspectivas que se entrecruzan sin colidir, todo lo cual contribuye a gestar un escenario desacostumbrado, insólito, que a veces parece desafiar la gravedad y que, en todo caso, nos sitúa en un universo en el que la autarquía de lo plástico se afirma frente a la imagen convencional que el mundo cotidiano extra-artístico nos presenta.

            Con esta muestra de toques surrealistas María Aybar, -artista inagotable-, nos adentra en una nueva y excitante dimensión de su clásica, pulcra y desconcertante inventiva.



OCTAVO PERÍODO: LOS GRAFFITI




            A la muestra de llamativos y extraños bodegones a cuya apreciación nos aventuramos en los párrafos que anteceden, cuadros que no obstante su catadura insólita revelan a la mirada del contemplador  un mundo clausurado, íntimo y recoleto, sucede la individual que la pintora inaugura en los primeros meses  del año 1985 en los amplios salones de la señorial Casa de Bastidas del Voluntariado de las Casas Reales, sito en las calle Las Damas de la zona colonial de Santo Domingo.

            Y nueva vez la artista, apelando a su exuberante imaginación y fogoso temperamento, se las ingenia para sacudir nuestra modorra colocándonos ante una obra que tanto por lo que atañe a su materia como a los motivos representados, en nada se emparienta con lo que hasta esa data había ella expuesto en el país o en foráneas latitudes.

            Me corrijo: casi en nada, pues en la exhibición llevada a cabo en la Galería de Arte Moderno en colaboración con Faustino Pérez que, líneas atrás, analizáramos de manera –espero- bastante pormenorizada, tres fotogramas había que la artista llevó al lienzo como parte de su personalísima interpretación, imágenes que vertían en el lenguaje del cromatismo pictórico letreros populares captados por la cámara.

             Así pues, no es incurrir en antojadiza conjetura arrimarnos a la posibilidad de que la idea germinal de las jocundas telas con tema de barriales anuncios que Casa de Bastidas hospedó en la fecha precedentemente señalada, surgiera de esas tres instantáneas de letreros que en la referida ocasión la pintora traspuso a la soberbia y noble categoría de la creación plástica.

            Sea lo que fuere, cotejados estos trabajos con los bodegones del 84, el contraste no puede ser mayor: frente al universo de introspectivo y privado tenor de aquellas fantasiosas naturalezas muertas, cuyo lírico viso inclina al ensimismamiento, los graffiti en que ahora se complace el pincel de María Aybar se abren a una experiencia muy distinta, al espacio público del testimonio social y la crónica de la vida cotidiana del pueblo, experiencia, por lo demás, de carácter risueño, pícaro, incuestionablemente mediada por la ironía habida cuenta de que los carteles que la artista trabaja hacen énfasis en los errores ortográficos, la elementalidad de la caligrafía y, también, en el ingenio chispeante, pragmático y a menudo burlón del inculto pero avispado anunciante.

            Mas si en lo que concierne a la temática es notoria la antítesis entre los graffiti y los óleos de la exposición de bodegones que los precedió, la oposición se da otrosí por lo que respecta al material utilizado, que no es en este caso la linajuda y tradicional pintura de aceite, sino el plebeyo y encontradizo esmalte al que todos solemos acudir para revestir las paredes de nuestras viviendas, el cual, por descontado, es el tipo de pintura que el habitante del barrio usa cuando la necesidad –que entre los pobres siempre tiene cara de hereje- lo empuja a escribir sus ocurrentes letreros.

            A tenor de lo expresado, a nadie se le hará cuesta arriba reconocer que la artista acomete de manera conjunta –pero perfectamente separable una de la otra- dos tareas diferentes en la muestra que nos incumbe:  la primera, de índole social y extra-pictórica, consiste en llamar la atención de la persona cultivada hacia las manifestaciones creativas e idiosincrásicas del hombre común carente de educación formal, manifestaciones que por doquier aparecen fijadas en los carteles que anuncian servicios y productos en los barrios de nuestra capital y otras populosas ciudades. La segunda, de estético tenor, remite al propósito de trasmutar imágenes que aun cuando chuscas y regocijantes, muéstranse por entero ajenas al interés de embelesar el espíritu por medio del color y la forma. Este último cometido constituye –no escatimaré ningún esfuerzo para demostrarlo- un desafío temible. En efecto, a lo que la pintora se entrega es a la metamórfica tarea de elevar lo anodino, vulgar y no pocas veces feo, al plano siempre hospitalario de cuanto es digno de admiración en gracia a sus kalológicos atributos.

            En pos de semejante meta, la artista modifica los colores del modelo y los armoniza enriqueciendo el cromatismo tonal, elimina elementos accesorios que distraen la pupila, añade a modo de collage, para crear texturas, arena y papel y, en resumidas cuentas, compone la imagen de estos cuadros –imágenes previamente extraídas de fotografías en blanco y negro que ella misma tomara en su recorrido por los arrabales de Santo Domingo-, afianzando equilibrios, generando ritmos y tensiones que ahora obedecerán a las exigencias estéticas del símbolo plástico y no al mero propósito de documentar visualmente un deprimente aspecto del mundo real en el que, para bien o para mal, nos ha tocado vivir.

            De modo que, sin dejar ni por un instante de ofrecer cálido testimonio de la original y sorprendentemente sagaz visión del pueblo llano, los lienzos de María Aybar que estos comentarios suscitaran son también –cosa que a nadie cogerá de nuevas- expresión genuina de un espíritu consagrado por vocación e instinto a la consecución de esa evasiva, misteriosa pero definitivamente amable y deslumbradora entidad a la que, a falta de más preciso nombre, hemos insistido en denominar “belleza”.



NOVENO PERÍODO: RETORNO A LA ACADEMIA




            María Aybar no vuelve a presentar nuevos trabajos al público hasta dos años después de la exhibición de los graffiti. La razón de semejante paréntesis en su prolífica trayectoria expositiva hay que rastrearla en las circunstancias de la vida privada de la artista. Años atrás divorciada de León Bosch, en 1985 contrae matrimonio con el escritor y crítico de arte León David, y hasta mayo del 87, (fecha de la muestra Bodegones en gris con la que reaparece en Daniel’s), se entrega por entero a la ilustración de una buena cantidad de libros que su esposo había escrito pero no se había preocupado en publicar, libros que gracias a su ayuda tanto profesional como afectiva, en el mencionado lapso, consigue dicho autor dar a la estampa y difundir.

            Me avengo a considerar que las obras de la exposición intitulada Bodegones en gris señalan, luego de las constantes experimentaciones y mudanzas estilísticas anteriores, una pausa introspectiva, un replegarse hacia los egregios modelos de la tradición y la academia como parte del proceso de reafirmación de los valores permanentes de la gran pintura, a los que María Aybar, ni siquiera en sus más osadas búsquedas plásticas, renunciaría.

            Cunde el prejuicio entre ciertos círculos snobs de aficionados al arte de que lo “clásico” tanto por lo que importa a la temática como al tratamiento, está pasado de moda. Sabedor de que en cuestiones de gusto es arriesgado pontificar, no escatimaré a nadie el derecho a disfrutar de la expresión artística que se le antoje... Me incluyo, sin embargo, en el número de los que piensan que hay patrones valorativos que pueden permitirnos advertir, con independencia de la voluble y aleatoria norma del gusto, cuándo a una obra de arte la asiste la calidad y cuándo alcanza apenas a revelar su deplorable ausencia. El gusto con demasiada frecuencia está sujeto a la moda; y es la moda por definición mudable, traviesa y sobre todo efímera. El arte, el genuino, -del otro no vale la pena hablar-, si no es capaz de perdurar, al menos nace signado por una vocación de permanencia. A tenor de lo dicho, cualquiera que sea el asunto abordado por el autor o el material y técnica utilizados, lo que en verdad resulta imprescindible es que el artista haya logrado dar forma a una visión impactante, original, que ofrezca al contemplador la perspectiva existencial y estética de la mente y la mano que la plasmara.

            Es lo que, a no juzgar el lector de otra manera, ha conseguido María Aybar con las telas de Bodegones en gris...

            Henos aquí, como señaláramos en párrafos precedentes, frente a una paleta netamente clásica, académica y tradicional, tres palabras que constituyen el peor anatema para los fanáticos del vanguardismo a ultranza.

            Empero, no nos dejemos intimidar por los snobs. Los bodegones de la pintora petromacorisana ostentan a plenitud las excelencias de un trabajo creativo y artesanal que supone la asimilación pulquérrima de los más destacados paradigmas de la historia pictórica de Occidente. Con esta exhibición,-ajena a toda estridencia y sensacionalismo-, demuestra María Aybar ser una pintora de escuela, de una escuela y técnica de las que carecen casi todos los artistas, -sin excluir a muchos de los más renombrados-, de nuestro lar vernáculo.

            De hecho, los frutos y flores de cada cuadro no son más que pretexto para elaborar una composición de plástico talante cuya fuerza expresiva radica en los valores inmanentes del color, el dibujo, la atmósfera. Nos cautiva el pincel con formas reveladoras que no deben ser confundidas ingenuamente con aquello que se supone representan. Las combinaciones cromáticas, los volúmenes que el modelado genera, la ilusión de profundidad que procura la convención de la perspectiva en modo alguno cumplen el cometido de remedar la realidad externa al cuadro, sino que tomando dicha realidad a guisa de motivo de inspiración, es transformada e idealizada por la pintora merced a una concepción espiritualizadora e intimista que, entre otros expedientes de catadura estética cuya pormenorizada referencia ahorraré al lector, recurre tanto a los fuertes contrastes de grises propios de Zurbarán como a la generación de un mágico clima de misterio que favorece el que las imágenes fascinen la pupila con carnales insinuaciones de vida, de amorosa existencia congelada en el lienzo al más casto y transparente estilo de Vermeer.

            Estamos, pues, frente a una pintura que, sobre exhibir prendas de intrínseca exquisitez decorativa, se yergue en tanto que visión y metáfora de la belleza tout court, es decir, de la que resplandece y perdura.



DÉCIMO PERÍODO: UNA INTERPRETACIÓN METAFÍSICA DE LA ZONA COLONIAL




            Del bodegón clásico salta María Aybar en la siguiente etapa de su creación pictórica a los añejos y gloriosos edificios del pasado colonial que atesora aún, pese al descuido de que han sido objeto y de la depredación a que suele inducir siglos de incultura y atraso, la capital de la antigua Hispaniola, la muy ilustre Primada de América, Santo Domingo de Guzmán.

            El tema del paisaje urbano que la artista desarrolla en la gran muestra que, patrocinada por la Galería Nader hospedaron las salas del que en esos días llevaba el nombre de Instituto dominicano de cultura hispánica, no es, como ha quedado documentado páginas atrás en el decurso de esta reflexión estimativa, asunto que su pincel no hubiera antes plasmado.

            La crítico Marianne de Tolentino, en el comentario que en torno a la mentada exposición entregara a la prensa,  no deja, -y la razón le asiste-, de reparar en ello: “No es en María Aybar –nos dice- un estreno temático. Por los años 70, aunque también se interesaba por los bodegones y las marinas, realizó una serie de calles y edificaciones coloniales.”. Más adelante, en ese mismo ensayo ponderativo, fija la escoliasta su atención en el singular tratamiento de la luz que a su entender los cuadros de dicha muestra revelaban. Cito a continuación sus palabras: “...en la presente paleta de María Aybar, la luminosidad desempeña un papel esencial. Una tonalidad franca, un blanco ‘colonial’, un verde cantarín, un amarillo áureo, expanden alrededor, llegando hasta nosotros y hasta al espacio... más allá del cuadro, calidad, brillo y calidez. Las sombras delineadas con cuidado –se siente la emoción de la mano y se descarta la mecánica del ‘masking tape’-, constituyen otro factor de vivacidad colorística.”.

            También la aguda escritora Josefina de la Cruz advierte esa faceta cromática en los óleos de María Aybar que estamos examinando. En el análisis que de esa exhibición recogiera el periódico, consigna la poetiza, narradora y crítico que “predominan los colores luminosos y contrastantes, tales como el verde, diferentes tonalidades de amarillo, el rojo, el naranja.”. Y algunos párrafos después, señala con harta pertinencia que “La policromía brillante y encendida de muchos de estos cuadros los libera de lo real, reproduciendo una verdad abstracta o intelectual, subordinada a la fantasía creadora.”.

            En efecto, las telas que nos incumben ostentan un colorido fulgurante que, no obstante su calidez e intensidad, en virtud de la sobria matización tonal, no resulta estridente, no choca, muy al contrario, deslumbra acariciando la pupila. Y es que la pintora, -fruto de su entonces reciente amistad y trato con el excelente paisajista catalán ya fallecido Joan Parés-, ha desterrado para siempre de la paleta los betunes y el negro. La secuela de tan crucial medida es, en punto a expresividad, la conquista de un nuevo reino, el de la epifanía de la luz.

            Dios, –confiesa humildemente la artista-, nos regala la luz, que en el prisma de nuestras retinas se desdobla en colores. La tarea del pintor consiste en tomar esos colores para, cual nuevo demiurgo, reconstruir sobre la tela la primigenia sensación luminosa. No existen, al cabo y a la postre, colores, existe luz.

            ¿Qué consecuencias se desprenden de semejante concepción del trabajo plástico? No pocas e importantes: para empezar, la coherencia del cuadro se fundamentará en la mezcla cromática y no en el empleo de coloraciones puras, ya que en el mundo visible la pureza colorística no se da casi nunca. De hecho, en las referidas obras de María Aybar hay una tonalidad unificadora a resultas de la mixtura de pigmentos, procedimiento mediante el que ella consigue hermanar los colores complementarios y establecer una armónica transición entre los contiguos.

            Por otra parte, la preeminencia concedida a los valores lumínicos y tonales tiene por efecto la aparición de la atmósfera, el surgimiento de la ilusión del aire que se interpone entre la mirada y el objeto representado; aire que al ser “pintado”, al ser colocado allí gracias a la química combinatoria de los cálidos y los fríos, del acercamiento que produce el color saturado y el progresivo hundimiento a que asistimos cuando se mezcla con el blanco, confiere unidad a la realidad ficticia que sobre el imprimado lienzo la paleta ha estampado, transformando lo creado en universo autónomo que mantiene con el mundo exterior que le ha servido de modelo, -en este caso los monumentos y palacios del Santo Domingo colonial-, una relación metafórica, plural, abierta, inagotable, y no tan solo descriptiva o fotográfica.

            Así la pintora, desechando las fáciles cabriolas coloristas, se propuso y logró gestar un ámbito iconográfico de ilusoria tridimensionalidad, en el que los valores tonales y la neutralización cromática con el blanco, -nunca con el betún-, engendraron el prodigio de la luz.

            Sin embargo, el tour de force de María Aybar estriba, siempre que no sea el lector de otro parecer, en que la portentosa luminosidad capturada en sus paisajes urbanos no la condujo, como en el caso de los impresionistas, a desentenderse de la sensación de compacidad y solidez de los objetos, a preterir el modelado de las figuras y a descuidar la perspectiva, sino que, por opuesto modo,  tridimensionalidad, nitidez de contornos y luz se combinan equilibradamente en sus óleos dando origen a un factum pictórico que sin traicionar la academia ni la tradición, no podemos menos que juzgar enormemente atractivo, original y novedoso.

            Emplea María Aybar los pigmentos diluidos en aceite de manera tal que pese a que el resultado visual es dulce y apastelado, las imágenes en ningún momento lucen débiles o acarameladas. ¿Por qué?... Acaso porque atina a estatuir un difícil compromiso entre los bloques macizos de planos fuertemente contrastados y la atmósfera acogedora y envolvente propiciada por la perspectiva tonal, la cual invita a que nos sumerjamos en las profundidades del lienzo.

            La fortuna sonríe a la petromacorisana cuando se entrega a una empresa plástica harto aventurada: vincular desde una tónica emocional de serenidad clásica la visión realista que se expresa en el trampantojo, en el concepto renacentista de la ilusión tridimensional, con un enfoque estilizador, geometrizante, abstracto, intelectual..., a lo que añade, como si fuera poco lo antes expuesto, el sesgo subjetivo, la vibración lírica, el sorpresivo hallazgo de la imaginación.

            Los monumentos de María Aybar se nos antojan insólitos, extraños, decididamente metafísicos, porque la artista, suprimiendo el detalle intrascendente, modificando –sin deformar- tamaños y estructuras con el propósito de adaptar la composición a las exigencias del lienzo, y jugando con la iconografía con la mira puesta en crear planos contrapuestos y equilibrios de masas y líneas que apunten todos hacia un mismo foco visual, acierta a construir un nuevo orbe ficticio despegado de la realidad cotidiana que nos es familiar, inobjetablemente moderno a despecho del rancio abolengo de los motivos de la arquitectura colonial que inspiran el pincel y desatan la briosa corriente de la fantasía.

            Otra cosa que sería lamentable pasara desapercibida es que en la muestra que comento, a pesar de que constituye un conjunto coherente, una unidad, no se nos propone el mismo esquema de un óleo al otro. Cada obra tiene su propia personalidad y es fruto de una búsqueda específica y de un proceso de investigación cuya evolución y etapas podemos fácilmente rastrear en cada uno de sus trabajos.

            Parte la artista apegándose a lo real, aunque estilizando el modelo, (Calle Las Damas I, Calle de la Atarazana); luego tiende a esquematizar y a abstraer, (Rincón colonial, Alcázar de Colón I); para, por último, culminar reconstruyendo con entera libertad el motivo original, (Alcázar de Colón II, Ruinas de San Francisco). Sea lo que fuere, nunca se repite, siempre está explorando nuevas posibilidades; no se constriñe a hacer lo que el grueso de los pintores hace: cambiar el tema manteniendo inalterado el mismo concepto cromático, compositivo y simbólico...

            Dificulto, pues, que nadie me reprenda por sostener que con estos paisajes urbanos metafísicos demuestra María Aybar hasta la saciedad hallarse en pleno dominio de sus facultades creadoras. El resultado no podía ser sino pintura de extraordinaria calidad.



DECIMO PRIMER PERÍODO: EPIFANÍA DE SISEBUTA, LA VENUS TROPICAL




            Fiel a su pugnaz costumbre de no reincidir en lo ya hecho, la siguiente exposición de María Aybar transporta al contemplador a una latitud espiritual que, por lo que respecta a tema, técnica, carácter y temple, dista mucho de lo que en la muestra sobre los monumentos de la zona colonial había ella plasmado.

            En efecto, es tiempo ya de que, a todo lo grande, haga aparición el exquisito cuanto burlesco personaje de Sisebuta, la venus tropical. Fue en La Galería, el 17 de enero del 91 donde tan refinada dama, cuya ostensible corpulencia no va en desmedro de la gracia lánguida y pudorosa que irradia, se presentó en sociedad para alborozo de los que allí se dieron cita.

            Por descontado, el sentido del humor agudo, incisivo, pero siempre consentidor y amable de que dio testimonio la artista en la aludida exhibición, no podía pasar desapercibido. En su comentario crítico al evento que nos ocupa, la pluma de la Sra. Tolentino estampó: “Encontraremos a María Aybar, inspirada por una convicción inquebrantable, y, valga la paradoja, trabajando muy seriamente...sin tomarse en serio. Ya que es una de las artistas dominicanas con mayor sentido del humor y que nunca pierde el don de reirse.”. Algo más adelante puntualiza que se trata de un humor “ahora más implacable que nunca, rico en ironías y en connotaciones, que convierte el asombro en sonrisa y la sonrisa en asombro...”.

            Insistiendo en este punto, -por demás, obvio-, Laura Gil anota con perspicacia que “El humor es uno de los rasgos más relevantes de la obra de María Aybar, tanto como una gozosa sensualidad y una burla inteligente, sin acritud, dirigida a las debilidades humanas.”.

            Sea lo que fuere, no podemos menos que convenir en que la petromacorisana nunca deja de sorprender al observador. En constante proceso de búsqueda, indagando permanentemente las infinitas posibilidades expresivas que se desprenden del color y la línea, he aquí que la artista, a cuyos líricos bodegones nos acostumbráramos y con cuya metafísica interpretación de los monumentos coloniales tuvimos la oportunidad de deleitarnos, nos agasaja ahora con inesperado banquete de obesas féminas o, en obsequio de la exactitud, con primorosos dibujos a lápiz de formato mediano y grande, de clásica factura y barroco talante, en los que la fantasía risueña despliega su vena urticante para introducirnos en insospechado universo de mórbidas curvas voluptuosas, donde unas carnosas damas despliegan ante nuestros ojos incrédulos, -haciendo gala de inocente lascivia, de candoroso desenfado-, la nuda y generosa hipérbole de su ampulosidad.

            Empero, grave error cometeríamos de antojársenos que porque haya su paleta modificado la técnica y variado el asunto, esté la creadora incursionando en territorio estético-conceptual en nada relacionado con sus anteriores experiencias pictóricas. No. Hay coherencia y continuidad profundas en la trayectoria, signada por sorpresivos giros en el tema, de esta laboriosa artista dominicana. 

            Así, bien miradas las cosas, en los trabajos que estamos sometiendo a escrutinio, no obstante la caricaturesca intención de la anécdota con la que acaso por vez primera nos damos de bruces en el estilizado universo icónico de María Aybar,  las opulentas anfitrionas que ahora solicitan nuestra atención constituyen, (como antes los sobrios paisajes urbanos, las encendidas flores y las naturalezas muertas), simple pretexto para insistir, desde otro ángulo, en el propósito formal que siempre ha obsesionado a la pintora: el estudio de la luz, del volumen, del ritmo que gestan las masas y los planos al combinarse armónicamente en el espacio autónomo y privilegiado de la metáfora visual.

            A tenor de lo dicho, desde una perspectiva estrictamente plástica, me atrevo a proclamar que los dibujos de Sisebuta responden a la misma preocupación estética de la que hasta ahora ha dado invariable testimonio la distinguidísima creadora: para ella la anécdota será solamente el punto de partida que permite plasmar un concepto poético de la belleza concebida, muy aristotélicamente, como proporción y orden compositivo, cualidades que definen comarcas ilusorias cuya realidad, de puro corporal y tangible, reclama nuestra perpleja y nunca concluyente inspección.

            En el caso de estas féminas de exuberante carnosidad, al naturalismo minucioso del concepto añádese la ambigüedad, -rica en matices significativos y en antinomias-, de una idea paródica que, al convertir a la mujer en figura fantástica con moño de hojas a guisa de cabeza, nos obliga a interpretaciones complejas, a un enfrentamiento inusitado con el fenómeno artístico, cuyo sentido y valor no se nos entrega por obra y gracia de la mera degustación golosa de la estilización formal, esto es, de la consabida síntesis geométrica de volúmenes y planos que presta soporte constructivo a la ficción en toda representación realista.

            Los dibujos de María Aybar nos encaran con un cúmulo de excitantes paradojas: henos aquí con una gorda que si nos repugna a causa de su mantecosa abundancia, también nos seduce en virtud de la delicadeza evanescente de sus posturas y ademanes y en gracia a la sensualidad de sus curvas y turgencias; henos aquí frente a un ser que nos impone su presencia contundente y concreta en entornos cotidianos a los que damos credibilidad, pero que se nos ofrece en tanto que fábula fito-morfa de la que se coligen plurales lecturas oblicuas, en ningún modo literales ni unívocas; henos aquí ante una suerte de bodegón humano, ante una extraña criatura cuya truculenta anatomía contrasta  con la fragilidad del gesto y la exquisitez amanerada, íntima y preciosista del ambiente vermeriano en el que está cómodamente instalada; henos aquí cara a cara con una burlesca concepción gráfica del relamido tema de Afrodita y Eva que, merced a la reminiscencia mitológica que suscita, recogida en el legado plástico de incontables centurias, nos devuelve, remozándolo, al conflicto candente de la valoración de la mujer en la sociedad contemporánea, objeto de escarnio erótico, ornamento del hogar y fuente de gastronómicos placeres.

            Mediante la simple técnica del lápiz sobre papel, absteniéndose del esfumado para que el rayado resalte en toda su espontánea expresividad, logra consolidar la artista unas imágenes de tan apetitosa pulcritud e impresionante volumetría que la pupila, cautivada por las insinuaciones de la forma, por las vertientes risueñas de la idea y los desconcertantes horizontes de la metáfora, no atina a desprenderse de tan insólito universo imaginario.

            La efervescente creatividad que pone de manifiesto María Aybar en los dibujos de marras, la lucidez del enfoque, la brillantez meticulosa de la ejecución, la economía de recursos de que da pruebas en aras del cometido plástico perseguido, confirman sin la menor sombra de duda que la artista ha alcanzado, para regocijo de sus admiradores y honra de la pintura vernácula, los escarpados pináculos de la maestría.


 

DECIMO SEGUNDO PERÍODO: LAS EXPERIMENTACIONES CRIOLLAS




            ¿Dejará alguna vez de sorprendernos la pintora?... Cuando todavía no hemos logrado reponernos de la perplejidad que el obeso personaje que creara a puro lápiz y retozona fantasía hiciera nacer en nuestro fuero íntimo, he aquí que la artista, (impredecible como siempre), inaugura en la Casa de Francia el cuatro de septiembre del 91 una muestra pictórica de naturaleza completamente diferente a todo lo que antes nos había su numen obsequiado.

            Experimentaciones criollas fue el título que la aventajada alumna de Manzur confirió a la referida muestra. Y a fe mía que parejo nombre no estuvo mal asignado.  Porque de eso se trata, de experimentaciones.  Con un enfoque que privilegia la soltura del gesto, el airoso movimiento del trazo, la frescura sencilla de la imagen y el libérrimo despliegue del colorido, nos brinda la pintora petromacorisana vistosas, jocundas, originales síntesis icónicas, (oscilan entre la interpretación abstracta y la efervescencia expresionista), en las que su mano diestra recoge los más paradigmáticos motivos de nuestro dominicano lar isleño.

            Empero, a mil leguas estamos de la pintura criollista tradicional, del costumbrismo que, en su apego al modelo, -por lo común una escena campestre-, tiende a preterir o, en el mejor de los casos, a relegar a un plano harto secundario el elemento de transfiguración e idealización a falta del cual la imagen plasmada se contrae a anécdota nimia, narración inane y huérfana de sustancia.

             Las flores, las caretas de carnaval, los paisajes campestres y marinas y el resto de los temas profusamente desarrollados por la artista, si bien constituyen una inconcusa apoteosis de nuestro ser autóctono, si bien hacen ostensible la identidad popular dominicana en imágenes perfectamente reconocibles a primera vista, ocultan bajo la ingenuidad festiva de su aspecto un refinadísimo tratamiento, un acabado soberbio y una certera concepción combinatoria que sólo la alianza de ubérrimo talento y prolongada experiencia aciertan a consumar.

            María Aybar nunca es tan Aybar ni tan María como cuando busca, indaga, explora, cambia e investiga. Estas Experimentaciones criollas en la que se materializa la duodécima fase de su trayectoria plástica así lo confirman... Cuadros de mediano y pequeño formato sobre papel realizados mediante una técnica mixta de pastel, óleo y cera, que es en gran medida invención de la artista, de cuerpo entero nos la revelan como lo que por sobre todas las cosas ella es: indómita ráfaga de curiosidad  que en el enigma de lo existente se zambulle.



DECIMO TERCER PERÍODO: LA HIPÉRBOLE DE LA “NATURALEZA VIVA”




            1993 es una fecha particularmente afortunada por lo que toca a la creación plástica de María Aybar. Dos años se tomó la pintora para concebir y materializar las obras a las que bautizaría con el acertado nombre de Naturaleza viva, las cuales fueron exhibidas, primero, en el Capitolio de Puerto Rico, en junio, como parte de las actividades del programa cultural del Senado de ese país; y dos meses más tarde en el Museo de Arte Moderno de Santo Domingo.

            En ocasión de la referida muestra en la vecina isla de Borinquen, El prestigioso crítico puertorriqueño José Antonio Pérez Ruiz señaló: “Es necesario indicar que en la obra de María existe una atmósfera de sainete debido a que la autora mantiene una actitud de burla perenne contra los convencionalismos establecidos [...]. Contrasta con lo antes dicho sus frutos y vegetales. En muchos de ellos se opera un proceso de personificación como sucede con un tomate sumamente erótico. Algo similar ocurre con una mandarina en la que permite a la mirada penetrar hacia el interior. Circunda el delicioso manjar con una atmósfera de colores derivados de la tonalidad del producto. En su quehacer el recurso del mono-cromatismo es utilizado con frecuencia; hecho que evidencia el dominio que tiene de lo pictórico. Algo parecido sucede con sus bananos y pimientos que se ofrecen cual manjares provenientes de un legendario Edén.”.
           
            Muy correctas nos lucen las apreciaciones del crítico boricua. Empero, es hora de que ensayemos definir de una vez por todas, la esencia, o, si así lo preferimos, la característica medular del genio plástico de la proficua artista, cuya trayectoria creativa nos hemos empeñado, acaso sin demasiada fortuna, de reseñar en estas páginas.

            Manos a la obra:

            Danse cita en la obra de María Aybar, y terminan por vivir armoniosamente entrelazados, (nupcias a las que asistimos con ojos tan embelesados como incrédulos), las dos instancias rivales que, desde que el hombre es hombre, se han disputado en encarnizada lid los entrañables parajes de la intimidad... ¿Cuáles son esos fieros contrincantes que al enfrentarse en las trincheras de la creación, sin renunciar a sus fueros, fraternizan?... De un lado los diamantinos fulgores de la inteligencia, del Logos que con apolíneo desplante pule, acota, ciñe y organiza; del otro, las crepitaciones oscuras del instinto, la fiebre dionisíaca de una terráquea vitalidad que se desborda, voraz e irreducible, hacia la superficie de lo hasta entonces gris, convencional y cotidiano.

            La polaridad preñada de presagios que substancia la pintura de María Aybar, (esa inusitada rivalidad de concepciones estéticas divergentes que, sin merma de la coherencia plástica de la obra y sin menoscabo para la cabal aprehensión de su sentido enriquece y fecunda su quehacer), se despliega en un ancho abanico de contraposiciones de las que brotan, -es sólo una manera de decirlo-, haces de energía, oleajes fabulatorios a cuyo poder de encantamiento sólo un corazón de roca sabría resistirse.

            Ensayemos un somero repaso de las oposiciones sobre las que se funda, -de no vacar por extraviadas sendas mi pesquisa-, la expresión pictórica de María Aybar que en esta su Naturaleza viva más ostensible que nunca se tornan: verismo descriptivo que finca raíces en el canon ilusionista de la tercera dimensión // libérrima fantasía fabulatoria; estilización conceptual que suprime el detalle irrelevante // voluptuosidad cromática e icónica que avasalla la mirada del espectador; gracia, refinamiento de lírica raigambre // humorismo desafiante y sonriente crítica; columbramientos simbólicos de talante metafísico // juguetona postura que en el divertimiento intrascendente se complace; barroquismo, dinamismo, exuberancia, rebosamiento existencial // sencillez, equilibrio, abstraccionismo simplificador; tradicionalismo de corte clásico que se cimenta en Vermeer y Velásquez // modernidad de una visión que a las coordenadas de lo extraño con elegante displicencia accede.

            Ahora bien, ¿cuál es el saldo estético de este infrecuente cúmulo de contradictorias instancias? Una nueva realidad nunca antes atisbada, un virgen territorio artístico que a la aventura nos convida, mundo de pertinaces ambivalencias y solapamientos deliciosos cuyo doble signo es la cara de la sagrada belleza y la cruz de la ironía impiadosa y mordaz.

            Cuando María Aybar, con exquisita factura, nos pinta un tomate gigantesco que no acierta a ocultar sus filiaciones con el generoso trasero femenino, de fijo que construye ella un ámbito ficticio, disparatado si se quiere, pero con consistencia propia, lastrado de realidad, de verdad óntica que nos convida a que penetremos y exploremos exhaustivamente sus intimidades y escondrijos. Se trata de un universo plástico autónomo, sostenido sobre la magia del rojo, que limpiamente nos devora la pupila, orbe simbólico entronizado sobre el contraste de la insinuante redondez de erótico cariz de la fruta contra la ascética geometría de la caja en la que está (¿por qué?) hospedada y sobre la que proyecta auspiciosas sombras. Henos, pues, ante una metáfora visual cuya armónica plenitud cromática, ritmos acompasados y adusta composición  cautivan porque tienden a prohijar un espacio de ingravidez presentida que, allende la referencia anecdótica, adquiere vida propia y misterio y dignidad... Empero, como señalásemos líneas atrás, a la delectación que proporciona la robusta belleza de esa dimensión ficticia creada por el impredecible pincel de la dominicana, se añade la socarrona e impúdica mueca de la sátira, la mórbida alusión a unas abundosas nalgas que, despojando la imagen del tomate de su habitual decoro, de la natural inocencia propia del bodegón aséptico, nos la convierte en símbolo sexual sujeto a todas las libidinosas apetencias. De la reyerta entre el atractivo lirismo cromático de las purísimas formas sobre el lienzo plasmadas y la inequívoca sugerencia sensual a que la figuración remite, brota la ambivalencia, la plurisemia, la maravillosa y también escalofriante apertura a lo desconocido. Sobre ese suelo ambiguo de poesía y lujuria, de idealidad y genésicas pulsiones, de exótico arrobamiento y ensoñación lasciva, germina, crece y fructifica el arte vigoroso  y auténtico de María Aybar.

            Va de suyo que en la serie de los paroxísticos bodegones al óleo de la exposición Naturaleza viva, el humor, -siempre presente-, se manifiesta por lo común sin que recurra la pintora a connotaciones de carnal crudeza, (el caso del tomate constituye una excepción), sino merced al sencillo cuanto eficaz mecanismo de agrandar con desparpajo arbitrario el tamaño del modelo representado, cuidando, eso sí, todos y cada uno de los rasgos típicos que identifican y tornan antes que verosímil “real” la fruta en cuestión. La extrañeza que se apodera de nosotros cuando contemplamos esos descomunales plátanos, manzanas, mangos, auyamas y aguacates que, señoreándose de casi toda la superficie de la tela en pose de retrato familiar, parecieran querernos decir: ¿verdad que estamos rozagantes y sabrosas?, ¿verdad que es nuestra apostura de suculenta y nutritiva índole?, la extrañeza, repito, que nos embarga al considerarlos se desdobla inevitablemente en sonrisa, porque en su caso funciona el efecto de sorpresa ante la incompatibilidad paradojal de la realidad y de la ficción al modo travieso del chiste o la charada.

            Más allá, empero, del hilarante regocijo que semejantes bodegones nos provocan, (porque provocativos son), fuerza es reconocer en cada uno de ellos la presencia de un ámbito hechizado, poético, de una embrujadora comarca que nos alienta a que escudriñemos sus secretos a horcajadas del sueño y el enigma. Y es que merced al refinamiento tonal de su paleta, al sabio juego del claroscuro, a la plenitud y luminosidad del timbre cromático que del negro prescinde y del betún sombrío, al feliz empleo de los colores complementarios que mutuamente se refuerzan, al prodigioso dominio de la convención visual de la perspectiva y del modelado, y last but not least, al cuidadoso esfumado que haciendo desaparecer la pincelada engendra una atmósfera delicadísima que elimina toda aspereza y acartonamiento en las siluetas y contornos, -atmósfera que llena el espacio vacío con suave gasa, introduce el elemento de homogeneidad que unifica y vincula cada parte del cuadro con las otras privilegiando una visión de conjunto en función de un enfoque al que se nos conmina a subordinarnos-..., en virtud, pues, de los mecanismos y estrategias que acabo de enumerar a vuela pluma, consigue plasmar la artista esos parajes milagrosos, burbujeantes de existencia, henchidos de vital plenitud que, pese a las reticencias de una razón atada a la lógica que los impugna, son acogidos con exultante anhelo por nuestra sensibilidad en tanto que aproximación la más afortunada al recóndito estrato de donde mana, transparente y cantarina, el agua de nuestras entrañables certidumbres.



DECIMO CUARTO PERÍODO: “ESPEJO”, UNA PROTESTA VISUAL





            Acompañando a su esposo, que había sido nombrado Embajador de la República Dominicana en la Argentina, viaja en 1996 María Aybar a Buenos Aires, ciudad en la que residiría durante los siguientes cuatro años.

            Durante esa estada la pintora participa en varias colectivas y realiza una importante retrospectiva de su obra en el Palais de Glace, en la Recoleta.

            Empero, en el orden estético el más relevante logro de ese período es, a todas luces, su exposición Espejo, la cual se presentó primero en el Museo de Arte Moderno de Santo Domingo, (9 de junio de 1999), y más tarde en la prestigiosa galería Jorge Luis Boges de Buenos Aires, y en San Juan de Puerto Rico, -Instituto de Cultura Puertorriqueña-.

            En las obras de gran formato de la mentada muestra retorna María Aybar al collage. Pero esta vez no para generar texturas que prolonguen y complementen cromáticamente el lírico lenguaje del pincel, sino para servirse de las crudas imágenes recortadas de revistas porno a modo de anclaje en la realidad cotidiana, imágenes explícitas con las que juega la artista componiéndolas y apurando contrastes mediante el expediente de incluirlas en un orbe plástico pergeñado al óleo sobre la tela, especie de manifiesto cuya función es alertar, desmitificar, denunciar las lacras del mundo contemporáneo.

             Dificulto que nadie arrugue el entrecejo al escucharme afirmar que de todas las exposiciones efectuadas por la petromacorisana, esta es, posiblemente, la que ostenta el más acusado carácter ideológico.

            En efecto, con Espejo María Aybar se planteó la tarea de desarrollar por medio de la ficción pictórica una crítica en profundidad a los prejuicios, lacras y mitos de la modernidad, a resulta de los cuales el ser humano ha ido perdiendo su esencial dignidad, se ha ido olvidando de lo que es para colocarse máscaras y asumir fines ajenos y prestadas consignas. Esta muestra de Msría quiere ser un espejo en el que el hombre contemporáneo se contemple por dentro...

            De la referida exhibición la escritora argentina Hania Czajkowski expresó: “En un grito desgarrado, María, tomando la bandera de la vida, cuenta nuestra historia de cuadros blancos y espejos limpios, de color y de lujuria, de confusión y de mentiras, de mística y de verdad. Y de morados que van ennegreciendo, entristeciendo, muriendo... María denuncia nuestro drama con magistrales pinceladas, aúlla dolida buscando los viejos dioses, se ríe pegando con fuerza estampas y figuras consumistas, llora amargamente al pintar los barrotes del ser, aprisionado por sus propias creaciones. Ese pobre ser moderno que nos observa con su terrible mirada vacía de vida y colmada de dolor.”.
           
            “María nos invita a reírnos con ella de los mandatos de la vida de fin de milenio y nos conduce magistralmente cuadro por cuadro, espejo por espejo, a un misterioso renacer. María conoce los símbolos, tiene un profundo manejo del color y una extraordinaria coherencia que hace que cada cuadro tenga un poder, un secreto alquímico.”.

            Ya casi a punto de concluir estos escolios, acaso no sobre aventurar una ponderación de cierre que, –sospecho-, habida cuenta de la versatilidad asombrosa de esta pintora, siempre será provisional. Es notorio que, desde el punto de vista de la técnica y del enfoque plástico, la paleta a la que hemos consagrado no sin devoción estos apresurados escolios, acopia y prolonga en su obra lo mejor de la tradición pictórica de Occidente, tradición que si alguien la conoce a fondo es ella, gracias a su sólida formación académica, a sus múltiples peregrinajes por los museos del mundo y a sus dos décadas de trabajo incansable frente al caballete, ajenos al bullicio de las ofertas comerciales y las novedades afanosamente publicitadas. Así pues, no renuncia María Aybar, -temperamento rebelde y arrebatado-, al legado realista de la pintura europea, objeto de tanto injusto vituperio en los días que corren; no renuncia, no, al manejo de la ilusión óptica de la tercera dimensión, a servirse del modelo de la naturaleza dentro de la más ortodoxa concepción con que la Grecia clásica, dos mil quinientos años atrás, enriqueciera al espíritu humano. Y en esa testaruda filiación con el pasado artístico radica –valga la paradoja- su originalidad. Porque para ser moderna no requiere la pintora  adoptar poses excéntricas ni arrimarse a modas de extravagante jaez. Bástale con vivir el momento presente para ser actual. Su modernidad no emana de las veleidosas consignas de barato sensacionalismo y orfandad axiológica a que responde el grueso de las creaciones plásticas hogaño, sino del hecho sustancial y profundo, (y por tanto independiente de las convenciones y estrategias pictóricas utilizadas), de que la artista está, quiéralo o no, gústele o no, inmersa en su época y la respira, y la transpira y la goza y la sufre en su conflictiva, contradictoria, irrepetible urdimbre existencial.

            ...En la actualidad María Aybar explora una nueva vertiente plástica: la del retrato..., pero no el retrato realista común y corriente, sino otro de su propia cosecha que sin negar el planteo académico de la semejanza, opta por el empleo del collage y el pan de oro dentro de un concepto harto llamativo y vibrante que mezcla lo específicamente pictórico con los lineales atributos a que recurre la expresión gráfica... Arte por esencia inconcluso el suyo que sólo Dios sabe lo que en el futuro nos reserva.     

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